A los de aquella pandilla cervecera la tarde preelectoral les había dado por las profundidades del pensamiento; para ellos lo importante era la tradición, si ya sabían lo que había que hacer desde siempre, para qué cambiar, la modernidad era depravada, sobre todo cuando se la intentaban colar en forma de cultura, ¿acaso no sabían lo necesario?

Eso sí, no se les podía llevar la contraria, estar en desacuerdo sólo era una traición; sobre todo si la diferencia estaba en el idioma, el color de la piel? a fin de cuentas ellos eran los trabajadores de toda la vida y merecían seguir gozando de esos privilegios, la nómina y el entierro pagado.

Se esforzaban, en la tercera ronda de cervezas, para buscar a los enemigos de verdad, a los que montaban el complot dentro o fuera de sus fronteras. Seguro que los malos tenían redes secretas para acabar con la prosperidad.

Las bocas se iban calentando y ellos desinhibiéndose más, ya estaba claro, si había enemigos había que acabar con ellos, antes de que acabasen con ellos. Entonces habría paz verdadera. A fin de cuentas ellos eran el mejor país del mundo y pobre del que se atreviera a negarlo; automáticamente se convertiría en enemigo de aquella amalgama vociferante en la taberna, sobre todo si osase decirlo en público.

Menos mal que el camarero llevaba cuenta del consumo de aquel viernes. El siguiente paso era recordar a los héroes, sobre todo si habían muerto de forma trágica, esa habría sido su mayor recompensa. Lógicamente en aquellas sentencias ya se empezaban a repetir hasta la saciedad que las mujeres no cabían en estos esquemas, solo eran el descanso del guerrero proletario que llegaba del tajo y la taberna esperando que le recompensasen, porque su amigo -y al mismo tiempo patrón- les apretaba las clavijas y no les dejaba respirar; pero ahí ellos demostraban que eran más hombres, aunque la falta de derechos les importase un bledo.

Estos ejemplares, que a estas alturas, ya son poco bípedos y tienden a perder la verticalidad ya usan un léxico pobre, unas frases simples, si se transcribiesen sus conversaciones a esa hora, nos encontraríamos con una especie de dialecto primitivo, incapacitado para el pensamiento crítico.

Umberto Eco quiso decirles que reflexionaran antes de pensar, mas no le escucharon; eran fascistas de paisano sin saberlo. Así lo contaba en Columbia (1995) y así se publicó en un librito Contra el fascismo o El fascismo eterno. Eco confirmaba a la sociedad americana un secreto a voces, que había organizaciones de extrema derecha tras los atentados de Oklahoma y los 168 muertos. Marcó un camino para no volver a la senda oscura en la que alguien dijese "¡Quiero volver a abrir Auschwitz, quiero que las camisas negras vuelvan a desfilar solemnemente por las plazas italianas!". Por desgracia la vida no es tan fácil. El fascismo puede volver todavía con las apariencias más inocentes.