Las formas de protesta han sido variadas a lo largo de la historia. La vestimenta siempre será un signo poderoso: los (y las) sansculottes en Francia se pusieron pantalones al calor de la Revolución simbolizando con ello su desafección a la monarquía y su adhesión a la república. Hace años, en mi juventud, alejar al peluquero de nuestros hábitos de higiene se consideró el rien ne va plus del compromiso social con los parias de la tierra. Todo aquel que tenía poco que decir porque padecían de óxido sus entendederas se dejaba crecer los cabellos y ya se las daba de temible revolucionario. Si encima una barba desaseada con algunos residuos de fideos le velaba el cuello, entonces ya era la imagen de un feroz agitador dispuesto a ponerse el mundo por montera.

Había nacido el "progre", una especie de apócope de "progresista" pero que, bien mirado, es su antónimo. Porque el progresista ha sido siempre una persona respetable, de largos saberes, alicatado de lecturas bien rumiadas, un tipo de sólidas convicciones éticas mientras que el "progre" ha sido y es un botarate, un cantamañanas, la cabal representación del eco, no de la voz, dispuesto siempre a sacrificar sus elevados principios por el puesto de jefe de gabinete del primer encumbrado en el tiovivo social que a mano encontrara.

Con anterioridad sabemos que quitarse la peluca y exhibir el pelo natural fue una forma cierta de abrazar la revolución liberal y de ciscarse en la sociedad estamental que algunos llamaban "excremental". Pues ¿y quitarse el corsé las señoras? Aquello sí que fue un grito de rebeldía de quienes no estaban dispuestas a bordar o tocar al piano de manera desmañada un vals o una polka.

¿Y hoy? Ah, lector, hoy existen muchos modos de mostrar la disconformidad con el pensamiento heredado y hacer de guerrillero dispuesto a socavar el orden y sus aledaños. Son „es verdad„ guerrilleros incruentos, guerrilleros muy finos como capaces de distinguir un rioja de un ribera de duero y sus añadas con solo aplicar la nariz y la misma habilidad demuestran a la hora de reconocer si la merluza es de pincho o pescada de forma desgarbada. Son guerrilleros inofensivos, nada que ver con los que se adentraban por las boscosas selvas y desde ellas entraban en los pueblos, quemaban el registro de la propiedad y colgaban al cura de un pináculo de la iglesia. Hoy se les distingue porque van sin corbata. El sincorbatismo tiene hoy la misma fuerza que tuvo hace unos decenios el sinsombrerismo, desterrado el sombrero para acercarse al pueblo que se tocaba con gorra como Pablo Iglesias (el auténtico) o boina, caso de los extravagantes que venían de las brumosas provincias vascongadas, como don Pío Baroja.

A mí me parecen estas muestras modernas de rebeldía bastante desaboridas y sobre todo muy repetidas, preciso es pues liberar la imaginación del truquito de las camisas sin corbata y de las barbas hipster. Propongo instaurar el bostezo como marca del sublevado: ante el tedioso discurso, la fastidiosa serie de televisión, la repetición inclemente del tópico en las tertulias o en los periódicos, el oyente emite un bostezo largo, dilatado, con separación descarada de los maxilares, estirando con desafío los músculos faciales, entornando con malicia los ojos, haciendo en fin del bostezo una singular obra de arte, una filigrana.

El bostezo socarrón, inacabado como una biografía que se precie, el bostezo cum laude y audaz. Oscar Wilde dejó escrito que "la sociedad perdona al criminal pero nunca al soñador". Hoy preciso es decir que quien no va a obtener perdón es el bostezador porque el bostezo ha de ser disparo, honda, flechazo, un cañón contra el cementerio de lugares comunes que tenemos por sociedad y por vida.

El bostezo pues como respuesta a la locuacidad morbosa, al parloteo que nos lleva a la jaqueca, el método concluyente para ahorcar a la palabra vacua, al ruido que martillea y actúa con el designio de majar el pensamiento libre.

Luchar contra el aburrimiento exige practicar el bostezo: sin afectación pero con grandeza, sabedores de que estamos ejerciendo una virtud, sutil, lozana.

Y suavemente devastadora. Porque el aburrimiento es lo más dañino que se ha inventado. No olvidemos que, según algunos filósofos, Dios creó el mundo por aburrimiento.

Y ya se ve lo que salió.