Tan vieja como la anterior, la nueva política ha tardado apenas un par de elecciones en perder gas, a fuerza de imitar los comportamientos de la antigua. Se conoce que el paso del tiempo no perdona a nadie, a juzgar por la ruina del partido de Pablo Iglesias y el modesto desempeño de Ciudadanos y Vox por la banda de enfrente.

Los votos de Podemos vuelven mansamente al PSOE, que era su fuente original; y solo es cuestión de tiempo que los de Vox e incluso los de Ciudadanos retornen por la vía de la fusión al manantial común de la derecha. La nueva política era, en realidad, tan antigua como aquel TBO que popularizó una sección de chistes viejos con caras nuevas.

De tanto salir en la tele, que los propulsó al estrellato, el elector ya les ha visto la cara „y hasta la jeta„ a los líderes que venían a cambiarlo todo para que todo siguiera igual, en la literaria tradición del Gatopardo. Muchos de los airados votantes de hace cuatro años parecen haber llegado a la conclusión de que la política sirve, como de costumbre, para solucionarles la vida y las finanzas a los profesionales de ese gremio. Quienes esperaban que los líderes emergentes les arreglasen la suya podrían haber caído ahora en la cuenta de que nadie vende duros a cuatro pesetas.

Los que venían a remediar el problema de la vivienda, en este país de propietarios, han solucionado, en efecto, el de la suya. Alguno de ellos ha confirmado, por si hiciera falta, que la política no es el arte de lo posible, sino el arte de hacerse un chalé. Nada que no hubiesen demostrado ya los profesionales de la política de toda la vida a quienes los líderes recién llegados prometían descabalgar en su asalto a los cielos y ministerios.

Algo habrá influido también el hecho de que la crisis esté medio olvidada, con lo mucho que eso alivia el lógico cabreo de la gente. Se diría que hay menos indignados: y parece natural que así sea. La indignación es como la gaseosa: bulle mucho cuando se abre la botella, pero no tarda en perder burbujas a medida que pasa el tiempo.

En época de crisis, el elector emite su voto con las vísceras. De esa decisión nacida en las tripas se alimentó el espectacular crecimiento de Podemos en las anteriores elecciones. Los votantes más desesperados se dejaron seducir, en apariencia, por los vendedores de fórmulas mágicas que iban a cambiarlo todo en menos de lo que tarda en persignarse un cura loco.

Pasada una de esas recesiones con las que el capitalismo se purga de tanto en tanto, todo sugiere que el elector vuelve a votar con el bolsillo, que es la víscera más sensible del cuerpo humano. Y quizá la más razonable. Obsérvese que los americanos, por ejemplo, tienden a llevarse la mano al corazón cuando suena su himno nacional, en lo que parece ser una señal de respeto. En realidad, se están palpando la cartera en el bolsillo interior de la chaqueta. Si está llena, es seguro que votarán al partido gobernante; y si, por el contrario, flaquea su contenido, el ganador será muy probablemente el que se encuentre en la oposición.

No quiere esto decir que volvamos a los tiempos del bipartidismo, cuestión que lleva su tiempo. Simplemente, el pueblo elector parece haber perdido la fe en los milagros y poco a poco se va resignando a vivir en un país socialdemócrata y relativamente próspero, como todos los europeos. A los charlatanes siempre les quedará la feria para desahogarse.