Identificando la democracia con el mayor número de grupos políticos, territoriales, culturales, étnicos, de género, de edad, de capacidad o religiosos en los órganos de representación, bendecimos su fragmentación y dificultamos la formación de gobiernos estables y oposiciones leales respaldados por grandes agrupaciones de votantes. Es la democracia de la identidad en la que cada uno quiere hacer presentes sus peculiaridades porque las considera irrenunciables políticamente y así hasta el extremo de la democracia directa: solo yo me represento. La lista de candidaturas en las elecciones constata la cantidad de grupos que consideran fundamental obtener escaños para que sus diferentes identidades sean tenidas en cuenta. Por fortuna la ley electoral con su barrera legal, el sistema de asignación de escaños, el coste de las elecciones, el reparto desigual de los espacios de propaganda y el número limitado de ayuntamientos y parlamentos dejan fuera a muchos más de los que entran. Sostener que los órganos de representación más plurales y fragmentados son más democráticos que otros con menos grupos pero de mayor tamaño conduce al sinsentido de descalificar al parlamento de Westminster, al Bundestag alemán o al Congreso bicameral de USA.

La aparición en España de nuevos partidos en la dimensión derecha/izquierda y en la dimensión territorial ha aumentado la fragmentación en parlamentos y ayuntamientos provocando una fiebre de pactismo que puede desvirtuar la mínima coherencia que es imprescindible en el funcionamiento de las democracias representativas, ideadas para el gobierno de grandes aunque plurales mayorías sociales y no para el de las incontables y singulares minorías. A nadie sorprende que cuando un partido llega al gobierno deje en el cajón parte de sus promesas electorales porque una cosa es predicar y otra dar trigo. Pero no ya al cajón sino directamente a la papelera van muchas promesas y hasta el ser mismo del partido cuando toca pactar. Tras las locales y autonómicas del domingo se anuncia una ola de pactismo porque salvo casos excepcionales, Vigo, Estepona, Extremadura, Castilla la Mancha, no hay mayorías absolutas. Los pactos entre próximos ideológicos, como en Andalucía y en muchos ayuntamientos de municipios de más de 50.000 habitantes, para formar un gobierno de varios o de uno sólo con apoyos varios en asuntos de importancia, son previsibles y los votantes cuentan con ellos. Nadie en tales casos habla de candidatos traidores si el pacto vale para birlarle el poder al adversario aunque sea el ganador de las elecciones. La noche electoral ya se dieron por hechos pactos en la derecha y en la izquierda que hoy se revelan apresurados porque, por ejemplo, C's duda entre un acuerdo global con PP y Vox como en Andalucía o pactos con el PSOE en Madrid, en Aragón y otras plazas. Su reciente y rotundo veto a los socialistas se debilita y aunque es de chiste eso de pactar con el PSOE pero no con Sánchez y es extemporánea la exigencia de aplicar ya el 155, no se debe olvidar que C's tiene vocación de bisagra o de veleta, según se mire.

Punto y aparte son los pactos donde el nacionalismo está presente. En Galicia, por ejemplo, PP sabe de sobra que no basta ser el más votado para gobernar porque el sectarismo socialista hace insoslayable la mayoría absoluta. En esta ocasión Navarra es la prueba del algodón para saber si ese sectarismo va por barrios o es global.