Cuando Charles Darwin montó su inmenso tratado de propuesta y explicación de la manera como iban evolucionando los organismos, basó buena parte de sus argumentos en las evidencias que procedían de la selección no natural, la que los ganaderos y agricultores habían estado utilizando durante siglos para lograr estirpes que tuviesen las características deseadas. Siendo tan obvio que la selección artificial funciona, resulta aún más sorprendente la hostilidad con la que la teoría darwiniana fue recibida en su momento, aunque los prejuicios religiosos sobre ese mundo sin Dios que Darwin proponía explican cualquier alarma.

La revista Nature ha utilizado en la portada de uno de sus primeros números de este año la selección artificial como emblema, aunque referida en este caso al objetivo de crear en el laboratorio moléculas orgánicas. Para poder hacerlo hay dos caminos: el digamos histórico, que consiste en establecer un modelo acerca de cómo aparecieron los primeros organismos capaces de autorreplicarse „en eso consiste la vida„ e intentar reproducir de manera artificial esos primeros pasos. La segunda estrategia profundiza en los mecanismos que subyacen a la forma de generación de moléculas orgánicas y se plantea recrearlos o, incluso yendo más lejos, sustituirlos por otros que permitan llegar a esa misma meta de la replicación. Pues bien, la portada a la que se aludía al principio de este párrafo remite a un trabajo realizado por el equipo que dirige Frances H. Arnold, profesora del California Institute of Technology y directora en esa misma institución del Centro de Bioingeniería Donna and Benjamin M. Rosen.

Arnold y sus colaboradores han partido de la constatación de una gran abundancia de lazos entre los átomos de hidrógeno y los átomos de carbón en las moléculas orgánicas. Tales lazos no llaman la atención de los investigadores interesados en el funcionamiento de los procesos vitales porque no son reactivos y, por tanto, no permiten la manipulación química. Pero si se modifican dichos enlaces, convirtiéndose en otros que unen átomos de carbón entre sí, entonces se abre una puerta interesante hacia las reacciones propias de los procesos orgánicos, en los que el enlace carbón-carbón es crucial.

El equipo de Arnold ha explorado esa sustitución de lazos hidrógeno-carbón por carbón-carbón. Y lo más interesante de los resultados que presentan es que tal cambio se puede conseguir mediante unas enzimas que proceden de una actividad del todo orgánica: como producto elaborado por las bacterias pese a que tales seres no lleven a cabo esa actividad de forma natural. Los autores logran así una especie de evolución aorgánica „llevada a cabo por seres vivos pero mediante inducción artificial„ cuyas aplicaciones, al decir de Arnold y colaboradores, pueden ser de gran importancia tanto para la química como para la biología sintética.