C uando se entra en la setentena, uno ha tenido más ocasiones de las que quisiera de decirle adiós para siempre a allegados, amigos de verdad, y familiares más o menos directos. Pero la separación del cuerpo y el alma (2ª acepción de la palabra "muerte" según el Diccionario de la RAE) no sucede siempre del mismo modo. Hay veces que el desenlace es tan rápido que el implicado apenas tiene tiempo de darse cuenta de que le ha llegado el último momento, mientras que en otras el camino es más largo y doloroso.

En El Gatopardo de G. Tomasi de Lampedusa hay una descripción muy precisa de lo que es una vida que se extingue lentamente. Escribe Lampedusa: "Hacía decenios que sentía como el fluido vital, la facultad de existir, la vida en suma, y quizás también la voluntad de seguir viviendo, iban retirándose lenta pero continuamente de él, como se agolpan y van pasando uno tras otro, sin prisa y sin pausa, los granitos por el estrecho orificio de un reloj de arena".

En los últimos años, ha habido algunas personas muy cercanas a mí sobre las que tengo la seguridad que supieron que se había puesto en marcha el reloj de arena de su último suspiro de vida. Estoy por afirmar también, aunque no lo dijeran, que fueron sintiendo, cómo su fluido vital, su facultad de vivir, y hasta la voluntad de seguir viviendo iban retirándose lenta pero continuamente de ellos. Pues bien, debo significar que, con toda la incertidumbre que rodea al final de la vida, soportaron con enorme dignidad cómo iban pasando los últimos granos por el cuello de una ampolla a la otra.

Casi nadie tiene prisa por abandonar este mundo. Pero para prepararse para aceptar que nos va a abandonar irremediablemente el alma para siempre conviene tener muy presente que la vida es un préstamo temporal de existencia con un vencimiento que se sabe que indefectiblemente que llegará, aunque no se sepa con certeza cuándo. ¡Nadie ha podido incumplir la obligación de devolver la vida quedándosela para siempre!

Con todo, a los que tenemos una edad que anuncia que ya tenemos que haber cumplido ampliamente nuestra tarea de vivir, nos queda todavía algo por hacer: vivir siendo conscientes del privilegio que supone amanecer cada día formando parte del espectáculo de la vida. Y que sean muchos, los más posibles, los días que podamos seguir asistiendo, como protagonistas activos, a este maravilloso prodigio que es la vida.

Pero no solo porque deseemos, como la generalidad, que tarde mucho en llegar el paso de los últimos granitos de arena, sino por algo más que le debemos a nuestros seres queridos que ya se han ido. Y es que mientras sigamos viviendo los podremos hacer revivir en nuestro pensamiento cada vez que los recordemos. Lo cual puede parecer poco, pero es, al menos, un modo imaginario de prolongarles la vida.