Por lo general, cuando una ciudad o un municipio concede un honor a algún ciudadano es porque a los ojos de los concedentes de la distinción la persona galardonada reúne méritos suficientes para ser distinguido de esa manera. Desde luego, para atinar a la hora de atribuir una distinción es imprescindible que el distinguido tenga méritos lo más indiscutible posibles. Con esto se quiere decir que cuanto más relevantes y menos incuestionables sean sus merecimientos, más fácil será no equivocarse al concederle el honor. Y lo contrario, si son escasas sus virtudes, además de no acertar al conceder el galardón, acabarán por desprestigiarlo.

Los problemas surgen cuando pesan menos los méritos objetivos del galardonado que las motivaciones interesadas de quienes le atribuyen la prerrogativa. Lo cual suele suceder cuando el premiado tiene poder, por lo general político o financiero. En tal caso, aunque no se diga abiertamente, el puesto que ocupa el candidato se convierte en el argumento principal para otorgarle la distinción: los demás méritos importan menos porque lo que buscan los concedentes de la misma son sus favores. Y es que dada la debilísima resistencia que opone el ser humano al halago y la lisonja, la concesión de un honor está entre las principales armas para mover la voluntad de los poderosos a favor de los aduladores.

Algo de esto pudo haber habido por los que le concedieron en 1968 a Manuel Fraga por el Ayuntamiento del título de "Hijo adoptivo de La Coruña", ya que por entonces era Ministro de Información y Turismo de España en el Gobierno presidido por el General Franco. Lo cierto es, sin embargo, que había otras muchas razones, además de la de Ministro, relacionadas con su brillantísimo currículum profesional para otorgarle la distinción.

Por eso, si prescindimos de subjetivismos apasionados y nos situamos en el terreno de la objetividad, la distinción que el Ayuntamiento coruñés otorgó a Fraga no parecía discutible. Es posible que hubiera otros candidatos que también lo merecieran, pero los méritos del elegido eran entonces innegables.

La revisión de "mesa camilla" que se está llevando a cabo arbitrariamente con la Ley de la Memoria Histórica ha supuesto reexaminar los méritos de Manuel Fraga a la luz de unos principios instaurados recientemente que se fundan más en el odio y la revancha de los totalitarismos mediocres de hoy que en la generosidad de la transición. En este caso, los ojos acusadores de los políticos revanchistas se vuelven con severidad hacia el premiado.

Por eso, más que detenerse en que en 1968 Manuel Fraga era ministro de Franco, lo que habría que preguntarse en nuestros días es si su posterior trayectoria indiscutiblemente democrática no fue suficiente para mantenerle la distinción. Sus más de 15 años al frente del Gobierno democrático de la Xunta de Galicia, desde febrero de 1990 hasta agosto de 2005, suponen un bagaje de merecimientos innegables para mantenerle la distinción que La Marea Atlántica, el BNG y el PSOE le quieren retirar. Por eso, coincido con el ex Alcalde de La Coruña Francisco Vázquez, que suele decir sin reparo ni empacho y con una valentía poco usual lo que piensa, que es una vergüenza que se le intente retirar a Manuel Fraga el citado honor. Y, al igual que él, pienso que esos aplicadores, a la carta y según convenga (recientemente en un magnífica Tercera de ABC Paco Vázquez recordó el apoyo de La pasionaria y el Comunismo a Hitler tras la invasión de Polonia), de la Ley de la Memoria Histórica se apropian de nuestra historia con criterios partidistas y determinando quiénes son los buenos y los malos.