Por circunstancias que carecen de interés para el lector, he pasado unos días alojado en la parte antigua de la capital de una provincia española, una zona de la ciudad donde buena parte de las familias residentes no se caracterizan por gozar de una posición económica desahogada, un espacio urbano que es observado con cierta desconfianza y cautela desde otros barrios o emplazamientos. Unas horas antes de finalizar la estancia y emprender el viaje de regreso a casa, leo en un periódico local que esa parte de la ciudad es un territorio en el que, debido a la disminución de la presencia policial que ha tenido lugar en los últimos tiempos, la delincuencia protagonizada por personas de hogares no normalizados está colonizando las calles dando paso a un entorno de conflictividad y riesgo. Aunque el artículo no hacía referencia ni ofrecía datos oficiales sobre la evolución de la inseguridad, sería inapropiado echar mano de la corta experiencia personal para dudar acerca de su contenido, pero lo cierto es que en ningún momento diurno o nocturno sentí miedo al desplazarme ni presencié atracos, robos o peleas.

Y qué hacer ante una dinámica social como la descrita en el diario, ¿centrar las actuaciones en combatir los orígenes o los síntomas del problema?