Andrea: "Qué le vamos a hacer. Odio el deporte. Verlo y practicarlo. En el colegio era de las que me quedaba clavada ante el potro y fingía a menudo lesiones inexistentes para que no me agobiaran demasiado. Lo intentaron de todas las maneras pero fue inútil.

Además, parecía tener un imán para los contratiempos. Cuando me pusieron de portera de balonmano me alcanzó un misil en plena cara y perdí el sentido. Y eso que me aparté al ver llegar a Belén, metro ochenta en carrera y con ganas de perforar la red. Pero con tan mala puntería que me dio sin querer.

En baloncesto nunca comprendí las reglas (tampoco me molesté mucho por hacerlo, la verdad) y en fútbol me llevé tantas zancadillas y empujones que, al final, opté por situarme siempre lo más lejos posible del balón. Con todo, una vez le di a la pelota con todas mis fuerzas cuando llegó rebotada a mis pies y mi intento de alejarla lo más posible terminó con un golazo por la escuadra que dejó a todo el mundo con la boca abierta.

Fue uno de los mayores logros de mi vida, pero no me siento orgullosa de él. Por eso soy incapaz de obligar a mi hijo Jaime a tomarse en serio del deporte. Conozco sus beneficios para la salud, la socialización y todo eso, pero me sentiría una impostora si insistiera demasiado.

Ojalá le gustara el tenis, el judo o cosas así, pero dice que se aburre, que no le ve sentido, que prefiere la gimnasia mental, y coger un buen libro o ver una buena película.

Igual que yo.

Al menos, no pone problemas a salir a pasear. Juntos. Nos vamos en coche a algún paraje sin gente y buscamos una senda no muy empinada para caminar. A veces, hablamos. Casi siempre, callamos. Me siento cómoda con los silencios de mi hijo y no soy de esas madresque insisten en ser amigas y confidentes.

Qué horror.

Qué error.

Si se quiere desahogar, ahí estoy. Si quiere preguntarme algo, lo que sea, ahí estaré. Practicando el bello y sano deporte de escuchar cuando es necesario, hablar cuando hace falta y callar cuando sobran las palabras".