Cuesta imaginarse a alguien como Donald Trump escribiendo. Casi das por descartado de antemano que sea de esos que toman notas previas o rebuscan palabras en el vocabulario para darle un poco de solvencia al acto de componer un discurso. No creo que escriba mucho a mano -ya poca gente lo hace-, ni siquiera que teclee él mismo los mensajes que publica en su cuenta de Twitter (seguro que tiene a quién dictárselos), pero por el trazo de su firma se le deduce una caligrafía expansiva, de puño grueso, en consonancia con su altanería de millonario que se ha propuesto expandir su poder a golpe de arancel y lo está consiguiendo. Con el propósito de amenazar con sanciones económicas al gobierno turco, Trump envió a su presidente Erdogan una misiva en la que le pedía literalmente que no fuera "de tipo duro" si no quería quedar "como un demonio". Una forma muy de cowboy de expresar una amonestación, cuando se ha contribuido a facilitar el delito, aunque nos dimos todos cuenta de que el género epistolar se le da francamente mal.

Tampoco Franco, que ayer fue al fin desalojado de su ominoso mausoleo, destacó por su correspondencia política, pero obligó a que se le reservara el espacio principal en el encabezado de las cartas que se enviaban los demás. Así, antes de saludar al interlocutor, el remitente estampaba una dedicatoria formal al general para que a los censores les quedara clara su adhesión a la dictadura.

El correo fue un medio de intercambiar noticias y opiniones antes de que el teléfono y las redes sociales abreviaran la longitud de nuestros pensamientos. Las sugerencias no eran siempre acertadas, como la que llevó a Einstein a contactar por escrito con Roosevelt y que acabó en un puñado de toneladas de uranio desparramadas sobre Hiroshima y Nagasaki. Pero para muchos líderes sociales y políticos escribir cartas ha sido un ejercicio de doctrina ideológica y también de diálogo con el adversario, donde encontramos reflexiones que siguen inspirando actitudes en contextos diferentes y muy actuales. Por ejemplo, Martin Luther King, en la carta abierta que escribió en 1963 para denunciar los ataques de la comunidad religiosa de Alabama hacia las protestas contra la segregación racial, decía que "la acción directa no violenta trata de inducir tal tensión que una comunidad que ha rehusado sistemáticamente negociar se vea obligada a enfrentarse al problema". Se refería a que era "lamentable" que la estructura del poder blanco no permitiera a la comunidad negra otra alternativa que la protesta callejera, que estaba justificada precisamente porque no les dejaban ninguna opción más para forzar un diálogo.

El expresidente Felipe González acostumbraba a retar a duelos epistolares a Jordi Pujol. También Pasqual Maragall, siendo alcalde de Barcelona, se carteó con los líderes de su comunidad autónoma y del Estado. Últimamente la correspondencia política entre Cataluña y el gobierno español ha sido más gestual que otra cosa y de escaso contenido ideológico. En los momentos críticos, Rajoy se carteó con Mas y después con Puigdemont, y desatendió en ambos casos las peticiones de interlocución, con el argumento de que la soberanía nacional -un artificio de convivencia de diferentes lecturas- "no es negociable". En ambos casos las misivas habían venido precedidas de manifestaciones multitudinarias y de un gran sobresalto social por el choque de los partidarios de la independencia y los que estaban radicalmente en contra. Nunca ha habido una oportunidad con garantías suficientes para escuchar con sosiego a quienes quedan en medio de esas dos posiciones; nunca se ha garantizado una consulta para averiguar qué piensan realmente y cuál es su voluntad. No desvelarlo permite seguir alargando una historia que ha entrado en un bucle temporal, en una tensión permanente entre dos extremos que se alimenta precisamente de la imposibilidad legal de una consulta. Las cartas que han intercambiado sus líderes, también las que hemos conocido esta semana, no son tratados de estadistas ni intentos de fraguar una comunicación política, un intercambio para tratar de resolver con eficacia una situación enrocada. Se trata más bien de edictos, donde cada uno estipula sin reparar en el otro, sitúa sus condiciones en el altar de la verdad, y ni tan solo muestra voluntad de convencer ni de llegar a algún punto posterior a este bloqueo. No son cartas de tipos duros, sino más bien apercibimientos desde la única visión del corsé institucional.