Uno de esos barómetros que toman la temperatura emocional a la gente revela que los partidarios de la independencia de Cataluña han menguado un 8 por ciento en poco más de medio año. Si en marzo era un 48,4% el porcentaje de catalanes que apoyaban la secesión, en octubre han pasado a ser un 41,9%, según los encuestadores de la Generalitat. Las pasiones (nacionales) suben, bajan y viceversa, que es lo suyo.

De celebrarse un referéndum en la pasada primavera, el voto a favor de la secesión hubiera ganado por cuatro puntos de diferencia; pero si la consulta se hiciese en otoño, triunfarían por siete puntos los que para entonces preferían seguir formando parte del Reino de España.

No parece razonable que una decisión capaz de alterar las fronteras de España y de Europa dependa de un estado de ánimo ciudadano tan fluctuante como el que sugiere la encuesta. Infelizmente, la razón juega un papel más bien secundario cuando se trata de asuntos propios del sentimiento tales que los vinculados al nacionalismo.

Aun así, una sustancial mayoría del 70 por ciento de los interpelados sigue abogando por un referéndum que solvente el problema con mayor exactitud que una mera encuesta. Poco importa que el personal votante se mueva en estas cuestiones por impulsos sentimentales que hacen mudar la opinión de los consultados en menos de un año. Aunque lo que se decida -en uno u otro sentido- ya no tenga marcha atrás.

Algo entienden del manejo de las emociones los promotores del kafkiano proceso catalán, que a menudo actúan como promotores inmobiliarios en su afán de edificar una casa propia. Como el nacionalismo carece, paradójicamente, de fronteras, lo que han conseguido de momento es fomentar un brote simétrico de pasión -también roja y amarilla- entre los nacionalistas de España. Todo se pega, menos la hermosura.

Aquí viene muy al pelo la broma que esbozó en 1918 el humorista Julio Camba sobre el nacimiento de una nación. Camba, que era una especie de anarquista de derechas, sostenía que es muy fácil crear un nuevo Estado, sin más auxilios que un millón de pesetas (de su época) y un plazo máximo de quince años.

Con esos breves recursos, el escritor se comprometía a edificar un Estado en Getafe, por ejemplo. Para ello bastaría con ir a esa población madrileña y observar si allí son mayoría los rubios o los morenos; los de cráneo alargado o los braquicéfalos. "Algún tipo antropológico tendrá preponderancia en Getafe", decía, "y este tipo sería el fundamento de la futura nacionalidad".

A la teoría de Camba le faltaba, si acaso, una búsqueda de los adecuados títulos históricos que fundamentasen los indubitables orígenes de la nación. Y quizá también un motivo económico que bien podría ser la riqueza de Getafe, expoliada por los municipios circundantes; o su pobreza, que los nacionalistas atribuirían a la explotación que la metrópoli colonial ejerce sobre los getafenses.

Todo esto, que parece un poco frívolo, se ha experimentado ya -y con no poco éxito- en el enredoso conflicto de Cataluña. La querencia o el rechazo a la secesión seguirán subiendo y bajando, como en una película de Cantinflas, en función de los estímulos emocionales que reciba el votante. El nacionalismo, decía Borges, es la menos perspicaz de las pasiones humanas; pero también la más fácil de encender. Mucho es de temer, pues, que la emoción -nacional- siga predominando sobre la razón.