Unos dicen que el mundo acabara en fuego/otros, que en hielo/Por lo que he gustado del deseo, estoy con los partidarios del hielo/pero si tuviera aquél que perecer dos veces, creo saber bastante del odio/como para decir que, si de destruir se trata,/el odio es también formidable". Así comienza un famoso y bellísimo poema titulado Fuego y hielo, del estadounidense Robert Frost (1874-1863), que me ha venido de pronto a la memoria por lo que sucede actualmente en el mundo. Y no me refiero solo a la nueva amenaza de guerra en Oriente Medio, donde el odio y el fuego parecen ir de la mano.

Pienso también en este caso en Australia, con cuyas imágenes de destrucción y fuego, casi propias del Infierno del Dante, nos desayunamos y acostamos todos los días atónitos frente a la pequeña pantalla. Australia, ese continente poblado por miles de convictos deportados por el Gobierno de Londres para que acabasen de cumplir su condena, saturadas como estaban, a finales del siglo XVIII, las prisiones del Reino Unido, se convertirían luego en colonos y expulsarían de sus tierras a los aborígenes que allí vivían.

Lo que sucede desde hace semanas ya en Australia, esos pavorosos incendios que, alimentados por los fuertes vientos, acaban con toda la vegetación, tiñen el cielo de rojo y hacen irrespirable el aire que se respira, resulta premonitorio de lo que puede acabar sucediendo en otras partes del planeta por culpa del cambio climático. Cambio climático que, al igual que el tan estúpido como egoísta presidente de EEUU, Donald Trump, se ha estado negando empecinadamente a reconocer el primer ministro australiano, Scott Morrison.

En su discurso de fin de año, a Morrison no se le ocurrió mejor cosa que decirles a sus compatriotas que "las catástrofes naturales, las inundaciones, los incendios, los conflictos globales, la enfermedad y las sequías" son algo a lo que ésos se han enfrentado siempre con éxito. "Es el espíritu de los australianos, el que hoy vemos de nuevo y que debemos celebrar como australianos", dijo Morrison, según el cual no cabe establecer una relación directa entre los incendios y el calentamiento del planeta.

Algo que, sin embargo, desmienten las estadísticas pues si bien es cierto que los australianos están acostumbrados a convivir con los incendios, nunca habían alcanzado estos hasta ahora tales proporciones ni habían sido tan elevadas las temperaturas medias del país como en el último decenio. El jefe del Partido Verde australiano, Richard di Natale, ha acusado al primer ministro de poner en peligro la vida de sus compatriotas empeñándose en negar lo que "los australianos sabemos desde hace décadas: el uso de combustibles fósiles aumenta el riesgo de que se produzcan incendios".

Los incendios forestales han puesto de manifiesto la esquizofrenia del Estado australiano: acaso en ninguna otra parte del planeta pueden observarse mejor el efecto potenciador que tiene el cambio climático sobre los fenómenos naturales. Y al mismo tiempo, Australia se resiste obstinadamente a renunciar a la extracción de unos recursos como el carbón que son la base principal de su economía exportadora y que suponen para ese país unos ingresos anuales del orden de los 280.000 millones de dólares australianos.

Esquizofrenia que, reconozcámoslo, no es tampoco privativa de aquel continente porque lo que representa allí el carbón lo representa en muchos otros países del mundo rico, la industria del automóvil. Y cualquier medida que se proponga para reducir las emisiones que contribuyen al efecto invernadero tropieza muchas veces con el argumento de que, de adoptarse, correrían decenas de miles de puestos de trabajo. Y así, ¿hasta cuándo?