En la mayoría de las civilizaciones que conocemos el trance apocalíptico se nos describe en forma de grandiosas catástrofes naturales, invasiones hostiles de habitantes de otros mundos, o en la resurrección de enormes criaturas que existieron hace millones de años y que ahora reaparecen para comernos como aperitivo. Rara vez, en esas ensoñaciones, el enemigo a abatir es invisible al ojo humano o resultado de una estúpida guerra nuclear. Al respecto recuerdo dos películas. Una, La hora final, estaba protagonizada entre otros por Gregory Peck y Ava Gadner, y describía los últimos días de la comunidad humana refugiada en Australia a la espera de que la radioactividad acabase con ella. La otra Teléfono rojo, volamos hacia Moscú, dirigida por Stanley Kubrick, describe los momentos anteriores al estallido de una guerra entre potencias nucleares enfrentadas por cuestiones ideológicas y por los estúpidos protocolos defensivos que las empujan irremediablemente a la catástrofe. Al que esto escribe nunca le gustaron las películas de ese género y tampoco acabo de entender la fascinación por los supramastodónticos dinosaurios ni por los gigantescos tiburones que los acompañaron en el favor del público. Unos bichos disparatados, con unas bocas enormes y repletas de dientes que se pirraban por comer seres humanos. Para pasar miedo en el patio de butacas ya me llegó de niño con aquellas inocentes aventuras de Tarzán de la Selva que siempre que se echaba a nadar en un lago provocaba la presencia de uno o dos cocodrilos que lo acechaban para hincarle el diente. Afortunadamente, Tarzán también encontraba flotando en el agua un tronco de árbol y cuando el saurio abría la boca para la dentellada definitiva colocaba hábilmente la madera en el paladar y así le impedía cerrar la boca. Durante un tiempo aquellos cocodrilos me persiguieron en sueños hasta que decidí sensatamente dejar que me comieran y la ensoñación desapareció definitivamente. Digo lo que antecede ante la histeria colectiva desatada por la extensión del coronavirus. Una reacción desmedida que ya padecimos en otras crisis como las del sida, del ébola, o de la gripe aviar, que nos pusieron a todos al borde del ataque de nervios. Por no hablar del llamado efecto 2000, aquel fin de siglo sobre el que no se sabía si terminaba en ese año o en el siguiente, para aumentar la confusión. Ello no impidió que Francisco Álvarez Cascos entonces todopoderoso vicepresidente del Gobierno con Aznar se recluyese con un selecto equipo de altos funcionarios para controlar una crisis que amenazaba con paralizar el mundo. Se llegó a decir que los ordenadores podrían quedar sin control, que los misiles nucleares se dispararían por su cuenta, y en definitiva que todos los aparatos electrónicos se volverían locos. Y cosas parecidas. De todo este jaleo deberíamos sacar algunas conclusiones sobre el comportamiento de las autoridades y de los medios. En la comunidad autónoma de Madrid, por ejemplo, fue perceptible la debilidad de la estructura sanitaria pública que propiciaron la señora Aguirre y su corte de políticos ultraliberales con sus medidas. Y a nivel internacional la autoritaria eficacia del Gobierno de China, donde empezó la crisis y donde primero comienzan a hacer efecto las medidas para su control.