Mal está que se trate a la gente como si fuera una manada, tal que han hecho numerosos gobiernos; pero aún peor que se la someta a experimentos para comprobar su inmunidad de rebaño. Ahí, en España no damos la talla.

Sostiene, en efecto, una encuesta epidemiológica del Gobierno que apenas hay un 5 por ciento de españoles contagiados por el virus de la corona, lo que, lejos de ser un motivo de alegría, arroja un sombrío panorama de futuro sobre la epidemia en curso. Por más que hayamos sido, según Google Maps, el pueblo más obediente de todos los del mundo durante el confinamiento, lo cierto es que ni así hemos adquirido la famosa "inmunidad de rebaño". O precisamente por eso, quién sabe.

Haría falta, al menos, un 60 por ciento de infectados para que la sociedad española alcanzase la herd immunity, que es como la ciencia escrita en inglés llama a la bula sanitaria adquirida a fuerza de contagios. Llegados a ese punto, contaríamos por así decirlo con una vacuna natural contra el bicho que nos está arruinando imparcialmente la salud y la economía. Siempre que el virus no mute, que esa es otra.

Lógicamente, el confinamiento decretado manu militari por el Gobierno ha impedido que los españoles se transmitiesen alegremente el virus los unos a los otros. La medida funcionó, más o menos, hasta ahora, cuando la ciencia ha llegado a la conclusión de que, con tan pocos contagios -solo un 5 por ciento de media-, la población del país está desprotegida frente a un posible rebrote de la enfermedad.

Queda claro, por tanto, que el covid-19 plantea un dilema bicornuto o de dos cuernos, según el cual, hagas lo que hagas te arrepentirás. Ninguna de las dos soluciones resulta del todo aceptable; y a la vez, las dos son igualmente aceptables. Bien parece que no nos contagiemos, por lógica elemental; pero ese es, al mismo tiempo, un inconveniente desde el momento en que nos impide darnos por vacunados.

La decisión sobre tan contradictorio problema ha de tomarla el Gobierno, que para eso se le paga. Lo malo es que los numerosos asesores que, en calidad de expertos aconsejan al Consejo de Ministros de Sánchez han cambiado de opinión tantas veces a lo largo de solo dos meses que ya resulta difícil seguirles.

Primero dijeron, sin concesión alguna a la duda, que el uso de mascarillas carecía del menor sentido en personas sanas; aunque a casi nadie se le hubieran hecho pruebas para saber si lo estaban o no.

Los chinos, que sí han controlado la epidemia, se echaban las manos a la cabeza al escuchar semejantes recomendaciones: si bien eso es lo de menos. Lo de más es que, tras sugerir a la gente que fuese por ahí a cara descubierta, los sabios al servicio del Gobierno han caído ahora en la cuenta de que es mejor llevar mascarilla que no llevarla. Y, vistos los precedentes, no tardarán ni un par de semanas en declararlas obligatorias.

Da la impresión, en fin, de que los gestores de la epidemia solo saben que no saben nada, como decía Sócrates de sí mismo. Esto certificaría, desde luego, su reputación de sabios al modo socrático, lo que sin duda constituye un motivo de tranquilidad para el pueblo. Ahora solo falta resolver el dilema del rebaño que no está inmunizado y podría caer, por tanto, víctima de un probable rebrote. Por si sí o por si no, el Gobierno ya ha empezado a echarle la culpa a los que salen a las terrazas.