4 de julio. Día grande en los Estados Unidos, de Fiesta Nacional, a cuenta de la conmemoración de la independencia, en 1776, del Imperio Británico. Día de eventos varios, de fuegos artificiales y celebración y este año... también de Covid-19. Porque el virus que nos tiene a todos ocupados y preocupados campa a sus anchas por esa zona del globo, con cifras tan espectaculares como escalofriantes. Y es que parece que la desigualdad, que también es una de las claves para entender tan vasto territorio, no es una buena aliada de la salud...

Estados Unidos, tierra de contrastes. De acaparamiento de todo el remdesivir que se pueda producir en un largo período en el mundo y, a la vez, de fiestas multitudinarias con premio para el primer contagiado por coronavirus. De negacionistas que no solamente hablan del SARS-CoV-2 en términos de "invento" para controlar al mundo, sino que también pontifican que La Tierra es plana, que no se ha llegado a la Luna, que las vacunas malas y que el diablo o quién sabe quién vendrá a complicarnos las cosas. Y, mientras, en el otro extremo, país de mentes brillantes, patentes millonarias y avances en derechos humanos y sociales como en ningún otro lugar. Sí, no cabe duda. Estados Unidos es una tierra de contrastes.

Y, en el culmen de su sistema de valores, el mercado. El capital. La economía productiva como principio y fin, alfa y omega, de todo lo que se mueve bajo su sistema de valores. Algo que hemos ido adoptando paulatinamente en buena parte del globo con distintos matices y que, si bien ha demostrado con creces tener la capacidad de producir de forma bastante estable la "diferencia de potencial" necesaria para generar y mantener actividad y movimiento, también tiene sus riesgos. Defectos del sistema, generación de efectos no deseados, impulso de la desigualdad, generación de bolsas de exclusión... Diferentes elementos que, si no son atajados de forma eficiente por un Estado verdaderamente sólido, pueden terminar produciendo grietas verdaderamente importantes en un grupo humano.

Sí, el papel del Estado es por eso clave en la definición de qué sociedad queremos y por qué. En el establecimiento de un marco regulatorio para que la actividad privada pueda servir, sobre todo, para crear y extender riqueza y, a partir de aquí, bienestar. Pero eso y... poco más. El Estado, en la configuración económica de mercado, no puede aspirar a ser juez y parte o, dicho de otro modo, a tener un papel de impulsión real de la cosa económica que, en puridad, le corresponde en dicho esquema a las organizaciones privadas. A las empresas. Al capital.

Es por eso que nuestros partidos políticos, que normalmente te venden hasta a su madre cuando tratan de conquistar tu voto, suelen pasarse bastante cuando plantean propuestas económicas para el caso de que lleguen al Gobierno. Cantos de sirena, por supuesto, porque la capacidad real de los gobiernos en las cuestiones económicas son, en este contexto de economía de mercado, limitadas. Y, al tiempo, los ciudadanos acostumbran culpar a este gobierno, al otro o al de más allá para dirimir sus frustraciones y cuitas en el plano económico. Craso error. Porque hace tiempo que la economía de mercado ha superado a los Estados y, una vez más, las capacidades desde lo público para enderezar según qué cosas, es justita.

Claro que el marco legal, fiscal, normativo y social puede encarrilar en parte qué se puede hacer y qué no en un determinado territorio soberano. Pero una cosa es esto y otra actuar como dinamizador real de la economía. Los Estados disponen de la obra pública, por ejemplo, para actuar de forma expansiva. O las licitaciones de bienes y servicios. Pero la propia lógica del mercado ilumina su propio devenir, y fuera de estos ejemplos la capacidad de los gobiernos en materia económica es la que es. Incluso la política fiscal, madre de todas las batallas para algunos, tiene efectos también discretos. ¿Por qué? Pues porque en el orden económico, político y social actual, son muchas veces las empresas las que eligen dónde quieren estar y por qué, para terminar vendiendo donde les dé la gana.

Es por eso que da un poco de pena escuchar la parte económica de los programas que se ventilan estos días para las elecciones gallegas. Porque, al margen de la ideología de cada uno, buena parte de los mismos se esfuerzan en dibujarnos acciones y promesas que nunca un Gobierno -y menos un Gobierno autonómico- podrá poner realmente a andar. Y esto porque lo único real, y lo triste, es que hemos perdido hace tiempo buena parte de la capacidad colectiva de ponernos de acuerdo para llevar a cabo actividades productivas. Eso ha quedado en manos de los inversores, habida cuenta de que la IED -inversión extranjera directa- es el rubro más importante en buena parte de las cuentas de los países modernos. Y una ligera oscilación en la misma, tomen nota, puede quebrar a un país ante el asombro y la absoluta impotencia de sus dirigentes. Bueno, es el mundo del que nos hemos dotado, nos guste o no y que sí, es verdad tiene la capacidad de generar movimiento e intercambio. Y, también, muchos problemas. Pero otros modelos, absolutamente intervencionistas y planificados, tampoco han funcionado y han producido, a su vez, otro tipo de sufrimiento para las personas.

Habrá que seguir buscando, digo yo, teniendo muy claro el horizonte de qué sociedad queremos y por qué. Y, mientras tanto, capeando el temporal. Y celebrando alguna cosa, como hoy en USA y mañana en otro lugar. Y es que si no...