Vuelve a ser miércoles, y aquí estamos de nuevo compartiendo ideas y plasmándolas en estas líneas. Espero, como siempre, que el escaso tiempo pasado desde la última columna haya sido fructífero para ustedes. O, como poco, que las cosas no les hayan ido mal. Deseo que se encuentren animados y que estos días complicados les hayan ido respetando. Ojalá.

Mientras tanto, sigue la actualidad, trepidante en múltiples frentes. Y sobresaliendo por su gravedad, entre otros muchos, lo que tiene que ver con el estado de la cuestión de la monarquía española, tal y como es recogido por la prensa internacional.

Miren, quizá sean ustedes de los muchos que se escandalizan en estos días por las recientes informaciones en relación con presuntas actividades económicas de Juan Carlos de Borbón, que han propiciado tanto su descrédito como los acontecimientos que ahora le llevan a tomar la decisión -dicen--de salir de España. Pues tienen ustedes razón, porque la ejemplaridad que un día se quiso asociar a la Corona se ha quedado definitivamente atrás, mancillada y pisoteada, al no haber estado la misma a la altura de las circunstancias y de su cometido. A la Justicia -si algún día le dejan- le corresponderá dirimir la legalidad o no de las actuaciones que han propiciado todo este entuerto, pero la ética de las personas y su prestigio -tan fundamental en estas cosas de la Jefatura del Estado- ya están tocados para siempre. Desde hace mucho.

Y es que las querencias exacerbadas arruinan a las personas. Si hiciese falta un rey -que no-, le correspondería moverse en un coche sencillo, con 500.000 o 600.000 kilómetros, hechos a base de recorrer los caminos de verdad, al lado de las personas, sin fotógrafos y sin propaganda. No tener amistades que le adulen con fastuosos regalos, o con personas que protagonizan escándalos financieros. Tales reyes sencillos deberían ser impermeables a todo, y no dividir a la sociedad entre un selecto grupo de "compiyoguis" y amigos varios, por una parte, y el resto de la ciudadanía, por otra. No deberían tener amigos, porque eso mismo divide ya a la sociedad entre los suyos y los demás. Y no deberían ponérnoslos como ejemplo de nada, habida cuenta de que su vida entre algodones no se asemeja, en nada, a la de cualquier ciudadano que lucha por mantenerse a flote. Si hiciese falta un rey, o una reina, debería ser ejemplo de austeridad, y nunca de boato o de exóticos caprichos. Y si un rey tuviese algún sentido en una sociedad moderna, tendría que ser un líder espiritual y nunca un icono de despilfarro, gasto, frivolidad y prebendas. Y si hiciese falta una familia real, la misma debería ser verdaderamente familia, y no una mera componenda, en la que cada uno vive con quien quiere y donde quiere, para juntarse únicamente para las fotografías, exactamente igual que los protagonistas de cualquier teleserie de moda.

Sí, si hiciese falta un rey, debería ser un dechado de virtudes, que nos encandilasen a todos, y no tener un comportamiento que, por el contrario, nos escandaliza. Pero yo, sin embargo, saben que no voy por ahí. Que no voy a juzgar la pertinencia o no de la institución monárquica en España basándome en el comportamiento de los titulares de la Corona o de sus querencias. Mi análisis y diagnóstico es ontológico, yendo a la esencia de lo que representa la realeza, por encima de todo. Y, desde tal punto de vista, tal y como digo desde hace veinte o treinta años, la misma no se sostiene hace mucho, sea quien sea el Rey y sea cual sea su comportamiento.

En la antigüedad los reyes eran tocados por la gracia divina. Los demás eran plebeyos, o súbditos, porque Dios mismo ungía al monarca en su trono. Hace mucho tiempo que hemos superado esto, y sabemos que las cosas de la gobernanza -aunque sea meramente representativa- van por derroteros mucho más mundanos. La institución de la realeza es así obsoleta, al estar basada en premisas en la actualidad no vigentes. Además, el vector paterno-filial nunca es garante de nada, y uno puede ser un gobernante cabal, honrado, generoso y justo, y su hijo ser un mamarracho. O al revés, uno puede ser -en la Historia hay muestras sobradas- un botarate, y su descendencia todo lo contrario. Del padre o la madre al hijo o a la hija no se traspasa poco más que, en cada caso, la mitad del material genético, pero ni la personalidad, ni la bonhomía, ni la inteligencia, ni la preparación, ni absolutamente nada.

La existencia de reyes acepta que la sangre imprime carácter. Y eso es, en sí, inmoral. Nadie es más que nadie. Y aunque es de recibo que alguien ostente la Jefatura del Estado, como forma de representarnos a todos desde valores bien diferentes a los encarnados por cualquier monarquía, ha de ser elegido por el pueblo. Y este, con capacidad para revocarle o renovarle en su puesto, ha de contar con los instrumentos necesarios para ejercer la normal vigilancia de este tipo de instituciones. Porque, a estas alturas, no me digan ustedes ahora que un rey no puede actuar mal o lucrarse en el ejercicio de su cargo... No toca.

No hace falta un Rey. Hacen falta instituciones sólidas, modernas, ágiles y comprometidas al servicio de la ciudadanía, con un cumplimiento estricto de sus obligaciones y al servicio de valores intachables. Solo espero que todos ustedes se den cuenta y que esto nos lleve a un escenario bien distinto, en el que se pueda producir una transición suave a otra forma de Jefatura del Estado, que ya toca. Sin asonadas y agradeciendo los servicios prestados a quien ostenta el cargo hoy, que incluso a lo mejor debería permanecer en el mismo un tiempo más o menos largo, o hasta su jubilación. Pero sin que la losa de una nueva transmisión de la Jefatura del Estado simplemente por razón de familia se verifique de nuevo. Son otros tiempos, y debería haber otros modos, mucho más allá de planes orquestados por un dictador como legado.