En los últimos tiempos de peste me he topado con un sinfín de amigos, familiares y colegas, que no cesan de transmitirme su pesar por esta enorme lacra que parece perseguirnos.

Al margen de vivir en la preocupación por salvar nuestra salud y la del prójimo esquivando al bicho; los que tienen un trabajo fijo temen perderlo si esto se alarga en el tiempo, mientras que aquellos que somos trabajadores por cuenta propia no dejamos de preguntarnos en qué momento todo esto se esfumará como un mal sueño y la vida -como nuestra actividad- volverá a ser simplemente normal.

El aburrimiento y la vida pequeña se hacen presa en unos seres casi inertes que aguardan noticias frente al televisor, al tiempo que la incertidumbre devora nuestras entendederas hasta el punto de hacerlas puré y de obligarnos a vivir en un sube y baja emocional extenuante.

El coronavirus destroza nuestros cuerpos y, por ende, nuestras mentes. Al que lo pilla lo abate. Al que no, lo hace machacando su psique de tanto pensar en cómo salir de un callejón sin salida clara, que ya lleva entre nosotros medio año. Y es que, aunque se trata de un virus que afecta mayoritariamente a los pulmones, los ánimos de la mayoría de los ciudadanos se encuentran crispados, desilusionados y a punta de gas.

Que vivir en estos tiempos es un reto, no creo que represente un secreto para nadie; pero no debemos olvidar que, para llegar hasta aquí, antes hubo otros que pasaron por las tierras que ahora ocupamos. Otros que también capearon pestes de toda índole, persecuciones y guerras de todo signo y color. Gente como nosotros, con otras vestimentas y menos avances a sus alcances, pero gente al fin y al cabo.

Personas que, como nosotros, no sabían lo que iba a suceder mientras estaba sucediendo. No tenían ni idea de hacia dónde iban o cómo acabaría aquello que les atormentaba? Y, aunque muchos perecieron, otros muchos se salvaron y lograron cimentar el mundo que hoy -coronavirus aparte- conocemos.

Si analizamos bien la situación, descubriremos que en realidad siempre hemos vivido en la incertidumbre, tanto nuestros antepasados como nosotros mismos. Desde que nacemos, todo es una incógnita. Más tarde sumaremos a la nuestra propia aquella que aportará nuestra pareja y también las que traigan consigo nuestros hijos.

La cuestión principal es que ahora, a mayores del peso que siempre tiene lo incierto, hay que sumar la pérdida casi completa de nuestra libertad. Por ello, las posibles incertidumbres generadas por los cambios se han elevado al cuadrado. Una fuerza mayor que ellos mismos decide por encima de todo lo que ya nos inquietaba o ilusionaba. En realidad, por primera vez desde que nacimos todos los que podemos leer esto, nos sentimos en manos del destino?, pero no se aflijan, si echan la vista atrás en la historia que nos precede, otros pasaron por miedos tan grandes y pudieron contarlo y continuar. Quizás, lo único cierto de todo es que todo ha sido siempre incierto, aunque estábamos demasiado ocupados para reparar en ello.