Retornamos a la casilla de salida. La segunda ola del coronavirus amenaza con arrasarnos con mayor contundencia. Satura como nunca los hospitales y las UCI de muchos territorios y sitúa al país al borde de un abismo de emergencia económica y social que ahonda el socavón. Ante la falta de respuestas efectivas de contención, no les cabe a las autoridades excusarse en lo imprevisto e inesperado. El rebrote estaba cantado. De nuevo las residencias se revelan como el eslabón débil y otra vez para frenar la escalada, como si desde marzo hasta aquí no hubiéramos aprendido nada, se exigen drásticos sacrificios a una población cansada. Europa sufre lo mismo, aunque no todos los países con igual intensidad. ¿Dónde encontrar alguna seguridad a la que agarrarse?

Que otra vez sobrevuele ante los ciudadanos la posibilidad de un encierro supone una solución de último recurso, la constatación de un clamoroso fracaso. Es como si en esta "nación de los tristes destinos", como la describía Galdós, únicamente hubiera lugar para los remedios extremos y dolorosos, y la inoperancia pública y la desvertebración territorial hicieran imposible antes cualquier solución más ordenada y menos gravosa. Muerto el perro, acabó la rabia. Por experiencia propia cualquiera puede prever las consecuencias en destrucción de la actividad, auge populista y desestabilización social de repetir la reclusión.

La cuestión, y lo complejo, no es optar por la salud o por la economía sino encontrar el punto justo de equilibrio y eficacia entre ambos bienes a preservar. La maniquea concepción de la vida pública actual, sometida a un constante choque divisivo, tienta a los políticos a enfrentar ambas necesidades, cuando no a utilizarlas subliminalmente en busca de réditos inconfesables. Las colas del llanto contra las del hambre. Por este camino interesado y torticero siempre ganará el virus con su rabia mortífera y su capacidad de llenar sepulturas. Cualquier número de víctimas, con las que llevamos sumadas, son demasiadas. A ninguno de los que cayeron, ni a los que lo están haciendo estos días, los olvidaremos. No son una estadística, sino singulares historias evocadoras.

En casi toda España, los grandes sacrificados de las nuevas limitaciones son la hostelería y el comercio. Se entiende su enfado al comprobar el galimatías de normas en que andan envueltas las comunidades y ver que ciudades con peores registros sufren menos restricciones. Cuesta también comprender la razón que diferencia al tipo de establecimientos que pueden abrir de las que no sin ser estos negocios foco de contagios. Solo ha cambiado una cosa: al menos las escuelas permanecen abiertas en todo el país. Las cerraron en la anterior andanada antes que los bares. La presencialidad es insustituible para una buena educación y sin una buena educación, haya virus o desaparezca, no albergamos esperanza alguna de futuro. La falta de unos protocolos claros y unas líneas uniformes de actuación en los geriátricos los recoloca lamentablemente en el centro de la diana. Busca cortinas de humo para eludir responsabilidades quien polemiza sobre si fallan los públicos o los privados.

El miedo de comienzos de año dio paso al alivio de la desescalada y, en el caso gallego, a un verano con menos estragos turísticos que en el resto del país, ahora truncado por el desconcierto.

A mediados de julio, con las cifras de contagio en mínimos, había en Galicia 230 casos activos y siete personas hospitalizadas, una de ellas en la UCI. Hoy, la cifra de contagios diarios llega a los 700 diarios de 9.000 pruebas PCR, muchísimas más que las practicadas entonces, y 84 enfermos en la UCI. Aunque es la segunda comunidad con menor ocupación de camas UCI y la tercera con menor ocupación hospitalaria, acaba de superar la barrera de los 10.000 casos activos y la tasa de positividad está en el 9%, una de las más bajas del país, pero todavía por encima del 5% de positividad máxima que fija la Organización Mundial de la Salud para poder contener la pandemia.

El rápido deterioro de la situación también en Galicia ha obligado a resetear el sistema, en expresión del comité clínico que asesora a la Xunta. Es decir, volver a atrás, con el endurecimiento de restricciones y los confinamientos perimetrales en media Galicia donde se cierra además la hostelería para intentar atajar la escalada y evitar con ello el riesgo de saturación del sistema sanitario. La clave es también no dejar de hacer nunca lo que antes ha dado resultado: preparar la cobertura legal de las actuaciones, reforzar las áreas críticas, mantener la estrategia de vigilar los brotes como se hizo en verano, anticiparse para cortar la transmisión y mantener alta la guardia. Y cómo olvidar a los enfermos de otras dolencias, damnificados al concentrar en el covid los esfuerzos.

Llega el instante de la verdad para deliberar, sin rencores, con humildad y generosidad, sobre nuestras debilidades y cómo superarlas. El virus nos devuelve en un incómodo espejo la imagen de nuestros defectos como país: la endeblez de las cuentas, el carácter corrosivo del partidismo, el autismo y la indolencia de las administraciones, la erosión de los valores colectivos, el arrinconamiento de los mejores. Para no continuar engañándonos, para conseguir un país y una comunidad fuerte, justa y rica en oportunidades, aprovechemos esta desgracia para la catarsis colectiva. Generemos espacios de acuerdo, renovemos de verdad la política y determinemos por fin juntos, en común, con cultura cívica, hacia dónde queremos conducir el futuro.