Tengan ustedes buenos días. Otros 5 de diciembre, como hoy, me habrán leído columnas sobre las personas voluntarias y el voluntariado. No es para menos, ya que esta es la jornada dedicada a la puesta en valor de lo que se hace altruistamente y sin esperar nada a cambio. El voluntariado dignifica a la persona, y supone un verdadero ejercicio de ciudadanía, siendo el nivel acción voluntaria uno de los mejores indicadores de lo sana que es una sociedad, desde muchos puntos de vista. Empezando por su calidad democrática, por ejemplo, y terminando por su nivel de vida. Sí, si se toman ustedes la molestia de intentar correlatar la vigencia del voluntariado en una sociedad, por un lado, y cómo es de buena la vida en tal grupo humano, por otro, verán que ambas cuestiones van de la mano, existiendo una proporcionalidad directa entre lo uno y lo otro. Por eso empiezo este artículo reivindicando una vez más la potencia del voluntariado y afirmando además que, cuando este se pone en práctica, la persona voluntaria siempre recibe mucho más que lo que da. Aunque, desde fuera, se vea a menudo de otra forma. Esa es mi experiencia y, desde luego, también la de muchas personas y experiencias de voluntariado, aquí y lejos de casa, que he tenido oportunidad de conocer y en las que pude profundizar. Felicidades, voluntarias y voluntarios, en vuestro día.

Déjenme que, después de este párrafo inicial indispensable hoy, aborde sin embargo otra temática. Y lo hago no porque considere agotada la línea argumental sobre personas voluntarias y voluntariado, ni mucho menos. Simplemente por no aburrirles, ya que no son pocas las columnas, especialmente en torno a un 5 de diciembre, en que he tocado esta cuestión. Por eso hoy, ya ven, cambio a otro tema distinto, al menos aparentemente. Aunque podría hilvanar ambas cuestiones a partir del hilo de la calidad de la sociedad, el interés por el trabajo altruista y otros temas que, seguramente, al protagonista de nuestra historia le traerán bastante al pairo... Porque hoy, queridos amigos y amigas, vamos a hacernos eco de una triste historia y, permítanme decirlo, su triste protagonista, cuyas andanzas conocerán por la prensa. Hablo del hasta hace poco eurodiputado húngaro, martillo pilón de las libertades individuales desde su posición de poder en un partido —el Fidesz de Víktor Orbán— que nunca ha cejado en descalificar y lacerar derechos individuales. Sí, el señor Szàjer, hoy embarcado en una rocambolesca historia en la se evidencia más certera que nunca la expresión de que “del dicho al hecho..., va un trecho”.

Pues ya lo ven. Se trata del cofundador del tal Fidesz, considerado una de las principales voces de la ultraderecha en Europa. Un señor que, después de pontificar sobre lo beatífico del matrimonio solo y exclusivamente heterosexual, y conocido por sus posiciones homofóbicas, ha sido encontrado por la policía belga, en pleno azote del coronavirus y restringido el derecho de reunión para intentar controlar en Bélgica la pandemia, en una situación un poco incómoda para él. Y es que parece que este señor, “en la intimidad”, mudaba su verborrea castigadora por posiciones un poco más tolerantes en ciertos devaneos sexuales que no me voy a permitir relatar. Un verdadero sopapo para sus seguidores y para el señor Orbán y sus secuaces, que el interfecto se apresuró a mitigar dimitiendo incluso antes de que nadie se lo pidiese. Y es que no es para menos... Pero ¿les choca? A mí, ténganlo claro, no.

Y es que no hay que viajar a Hungría o situarnos en postulados tan verdaderamente aberrantes como se exhiben desde opciones tan totalitarias y contrarias al respeto a los demás como las del individuo en cuestión, para encontrarse con posiciones parecidas. Entre nosotros, en nuestra suave y querida Galicia donde nada pasa, también se observan conductas dignas de estudio, por atrabiliarias, peculiares y profundamente deshonestas, que enfrentan un discurso descalificador cuando se habla de los demás, al tiempo que se es incoherente con ello cuando se obra en nombre propio. Y sí, claro, esto ocurre en todos los ámbitos, pero especialmente en este mismo terreno íntimo donde el exeurodiputado fue pillado infraganti.

Miren, que cada palo aguante su vela, y no voy a ser yo quien desvele aquí las cuitas de los demás, pero he conocido posiciones en moral pública sostenidas por personas que, en tal intimidad, parecían —y siguen pareciendo— sufrir una suerte de metamorfosis absoluta. Algunas de ellas son personajes públicos o muy públicos, y otras no. Allá ellos. Pero quizá, por ejemplificar y en el summum del delirio, les cuento el caso de alguien que aprovechaba cada reunión de su familia extensa —por ejemplo, en Navidad— para arreglárselas y sacar ese mismo tema favorito hasta hace poco de Szàjer, sin que nadie lo propiciase y ante el hastío de la tal familia, que sabía latín... Que si el matrimonio no sé qué, que si lo otro y lo de más allá, que si la moral y bla, bla, bla. Lo triste es que tal señor, y ya les digo que de todos era sabido en aquella mesa aunque nadie se atrevía a plantearlo, compaginaba su matrimonio heterosexual con su pareja fija —chico— y, aparte de ello, apuntaba a todo lo que se movía, cada día. Este caso real, que alguno de los que hoy me lee conocerá, es solamente la punta del iceberg de los casos de incoherencia entre lo que se dice y se hace.

Por eso lo de Szàjer, que vive —o vivía— perfectamente instalado en su nicho de mentira que, a la vez, es un fantástico nicho de mercado, no me sorprende. Y es que no se engañen, muchos de los que plantean ideas insostenibles —también aquí— lo hacen porque han detectado que tal producto faltaba en nuestro país, y lo han vendido. Y punto. Y, luego, ya harán lo que les plazca, mientras no les pillen. A veces caen, y entonces el pastel se les estampa en la cara, lo que creo que tampoco es malo, porque contribuye a un cierta vuelta para ellos a algo de honestidad, permitiéndoseles reconciliarse con ellos mismos, quizá con sus familias y, de paso con la sociedad. Recuerden la teoría del péndulo: muchas veces las personas acosan a un colectivo, una conducta o unas ideas, porque piensan que así reafirman su posición en el extremo opuesto de lo que denostan, quedando libres de toda duda. A mí siempre me ha ido bien para acertar el plantearme que, quien en eso era insistente, en realidad quería ocultar algo, en pleno ejercicio de una flagrante impostura.