Hoy he hablado en remoto con un buen amigo de hace años, al que las dificultades derivadas de estos tiempos que corren me han impedido ver en persona desde hace muchos meses, en los que se dedica enteramente a su profesión. Es médico intensivista y me cuenta que, en el hospital en el que trabaja, las cosas están en este momento muy mal. Sé de su rigor y de su solvencia personal, y con eso me basta para apostillar que no es de exageración fácil o de quejas porque sí. Sé también de su amor e interés por su trabajo, lo cual implica que las horas de más, las dificultades y los problemas por doquier no le arredran. No hace falta que se lo presente, porque seguramente con su mismo perfil y dedicación hay muchos más profesionales en este momento crítico. Pero, queridos y queridas, eso no llega. Porque por mucho que haya personas que lo den todo en cada uno de sus ámbitos laborales en estos difíciles momentos, hace falta mucho más...

Y... ¿qué hace falta, entonces? Pues la complicidad, la comprensión y el apoyo de todas las personas. De todas, sin excepción. ¿Saben por qué? Pues porque todos somos, a la vez, posibles vectores y también posibles víctimas de esta dura enfermedad causada por el patógeno SARS-CoV-2. En una especie de dualidad a lo De Broglie, que explicitó que todo aquello que se mueve es materia y onda a la vez, cada uno de los seres humanos que hoy estamos sobre el planeta tenemos la capacidad de contagiar el COVID-19 y, a la vez, ser contagiados del mismo. Todos llevamos boletos, y todos estamos en el ajo. Nos guste o no. Todos somos parte del problema y, a la vez, de la solución.

Por eso todos, absolutamente todos, tenemos que poner todo de nuestra parte para evitar que el nivel de destrucción ya inevitable causado por el virus vaya a más. Tenemos que intentarlo, y eso implica responsabilidad, prudencia, compromiso y contención, aparte de grandes dosis de empatía. Y eso debería salir de cada uno, sin necesidad de que se tengan que arbitrar normas y más normas, establecer confinamientos perimetrales o instar a quedarse en casa. Y es que si uno realiza la ecuación entre el coste y el beneficio de cada acto, las cosas están claras: hemos de apostar al unísono, porque el precio individual que podemos pagar es muy grande y porque, en colectivo, el sistema ya no aguanta mucho más.

Evidentemente, hace falta más. Hubiera hecho falta que se hubiesen articulado medios, liberado recursos y gestionado la pandemia con un mucho más alto nivel ejecutivo, al margen de la demoscopia y los intereses de cada uno de los partidos al mando en cada uno de los territorios y en la coordinación central. Hubiera hecho falta más valentía para enfrentarse al problema sin eslóganes baratos de “salvar esto o aquello” y, a cambio, poder salvar más vidas. Y hubiera sido importante no anteponer el relato a los hechos, siendo capaces de suscitar consensos en vez de divisiones, característica indeleble de esta eterna partida de ajedrez que juegan los distintos intereses presentes en el tablero de lo que un día quiso ser una verdadera democracia y se quedó un tanto coja, presa de la verborrea de partidos políticos en que demasiados profesionales de la cosa, iletrados tantas veces, medran y toman decisiones a veces muy alejadas de lo más conveniente o correcto desde el punto de vista técnico.

Pero todo eso es igual ya. Nuestra sociedad es lo que es y da para lo que da, y la esfera pública es un mero reflejo de todo ello. Ya está. Ahora lo importante es concentrarse en bajar las ominosas e intolerables cifras de prevalencia de la enfermedad, como forma de atisbar una salida a la asfixiante situación —nunca mejor dicho— de nuestro depauperado sistema de salud. Esto no es una novedad, y lo llevamos hablando muchos meses de autoconfinamiento y llamamiento a la prudencia y a la responsabilidad, en particular desde esta columna. Pero, a pesar de lo aprendido ya, está más vigente que nunca. Hemos de perseverar. De cuidarnos. De cuidar. De intentar sobrellevar lo mejor posible este tiempo incierto. Y de, ante la duda, pecar más de prudentes que de lanzados, de cuidadosos que de despreocupados.

Y es que no hay otro camino, oigan. No lo hay, a menos que nos importe un rábano todo el sufrimiento acumulado y el luctuoso saldo de todas las personas que se nos han ido en este trance. Personas, sí. No estadísticas, parte de un soniquete que, por repetido, ya se nos antoja parte del día a día. Personas, con sus cuitas y sus alegrías, sus familias y su trayectoria vital. Personas, muchas veces contagiadas en el ejercicio de sus funciones profesionales, y que ya no volverán. Personas, no estadísticas. Personas de verdad, como usted y yo. Personas y más personas, acumulando números insufribles, que deberían estremecernos a todos. Personas de carne y hueso. Personas a las que les debemos un respeto, traducido a un firme propósito de cuidarnos y cuidar a los demás.

Dedico este artículo a mi amigo y a los que, como él, tratan en la trinchera de salvar vidas cada día, contra viento y marea, en medio de las dificultades. Deseo, asimismo, la máxima clarividencia y lucidez a los que están tomando las decisiones, para que centren de verdad su objetivo y entiendan de orientación a resultados, por encima de todo. Para que sus planteamientos, incluidos los que tienen que ver con la sanidad, con necesidad de mayor inversión en recursos y personal, o con la educación —en el que otros nos arriesgamos también cada día con los centros inexplicablemente hoy abiertos—, sean mucho más orientados a frenar los contagios por encima de todo y lograr, en el corto plazo, la contención del avance del virus. Todos somos parte del problema y de la solución. Y hemos de tender la mano a todos los colectivos implicados y a todas las personas, solicitando lo mejor de ellas mismas, con el único ánimo de que la mayor parte de nosotros podamos contarlo algún día con mucho mayor alivio que hoy. Aunque, nunca lo olvidemos, muchas personas —que no frías estadísticas— habrán fenecido en tal empeño, sin poder ya retornar.