Déjenme que, ante todo, les salude una vez más. ¿Qué tal les va? Hace dos, tres o cuatro columnas que voy directo al tema, casi sin tiempo para interesarme por sus cosas. A veces todo sale como sale, pero ya saben que soy de los que piensan que lo único verdaderamente importante en esta aventura de vivir son las personas, con lo que el sincero saludo y el interesarnos por los demás debería ser lo primero en todas las actividades que realizamos. Un “¿qué tal?”, pero no uno de esos meramente cosméticos donde terminas incomodándote si la persona entra en profundidades y te cuenta si le va bien o mal o por qué. No, no, un “¿qué tal?” con todas las letras, como forma de franco interés por el que está al lado o enfrente, inmiscuyéndonos en su alegría o en su sufrimiento, y tratando de aportar.

Bueno, pues saludados quedan entonces. Y, a partir de aquí, les cuento... Hoy había pensado escribir algo sobre el Carnaval, o de alguna manera en relación con este. No soy muy dado a estas fiestas, y quizá a ninguna, pero uno, sin ser la alegría de la huerta en estas ocasiones, también entiende que en las mismas hay mucho de tradición, de cultura y del carácter colectivo de estas latitudes. Por eso les entiendo, si es que ustedes son de los que están tristes en estos días de Entroido de perfil bajísimo. Y es que una cosa es que no se participe habitualmente en las diferentes actividades realizadas bajo el paraguas del Carnaval, y otra bien distinta que te parezca estupendo que haya quien lo haga y que te alegres por ello. Y, consecuentemente, entiendo perfectamente que esta edición del Carnaval, en los tiempos que nos están tocando vivir, se haya evidenciado como triste, por la imposibilidad de celebrar los actos más festivos y representativos de estos días.

Pero miren, convirtamos problemas en oportunidades, y tratemos de ver la botella medio llena en vez de terriblemente vacía. Este año toca así, y es bueno que así sea si con ello salvamos vidas. Ya fue un error querer sacar las campanas al vuelo y querer hacer que nada iba a pasar en la Navidad, y no sería en absoluto de recibo que volviese a ocurrir lo mismo. Si el Carnaval este año lleva la procesión por dentro, pues mejor así, que nunca es tarde para reinventarse, para plantear otras formas de vivir cada período del año y, de forma temporal, para replegarnos ahora en aras de la mejor salud individual y colectiva posibles.

Sí, en este Carnaval se han cambiado las máscaras por las mascarillas, ¡quién nos lo iba a decir hace pocos meses!, pero que eso no sea una tragedia. El verdadero desastre está en lo irreversible, como lo que le ha tocado a todas esas personas para las que ya no habrá un después de la pandemia. Eso sí que es duro. Eso es lo difícil. Cualquier otra cosa siempre se puede enmendar, sea lo que sea, porque mientras hay vida hay esperanza. Y precisamente en ese eterno yin y yang de lo apetecido y lo inevitable está la clave de la felicidad. Precisamente porque no todos los días pueden ser Carnaval, los días que sí tengan tal condición serán más mágicos. Por eso estas jornadas taciturnas, de recogimiento y de calles desiertas harán que, algún día, otras ediciones del Carnaval o de otros momentos festivos lo sean con mucho mayor brillo e intensidad. Eso es adaptación al cambio. Eso a lo que hoy llaman muchos resiliencia, vocablo que ha saltado al gran público en los últimos tiempos, y que recuerdo ya de mis tiempos de Esade y de explicación de fenómenos como, por ejemplo, la enorme capacidad de aguante de comunidades muy depauperadas en algunos avisperos de la humanidad donde, por cierto, el coronavirus no es el mayor ni el segundo mayor de sus problemas, bien de largo...

Adaptación al cambio, sí. Porque todo es cambio, y este año al cambio personal que todos afrontamos en cada etapa de nuestra vida hubo que sumar un gran cambio colectivo, de la mano de una diminuta cadena de ARN protegida por una cápside, que nos ha hecho la vida más difícil. Bueno, es lo que ha tocado, y mientras estemos ahí para contarlo, bien. Al fin y al cabo no estamos ni libres de ello, ni de muchos otros problemas o catástrofes personales y colectivas que forman parte inherente del hecho de vivir.

Sí, amigos la vida es así. Y, consecuentemente, afrontémosla lo mejor que sepamos y podamos, intentando ver todo con perspectiva y disfrutando de lo sencillo, y alegrándonos con las alegrías de los demás. Y si, en el interín, tienen ustedes alguien a mano que les brinde una filloa o una oreja, cómansela con regocijo. Porque, al fin y al cabo y aunque descafeinado y vacío, sigue siendo Carnaval...