Tras este año ya largo de desastre en el que la palabra prohibición ha tomado un protagonismo tan inesperado como excesivo, lo que más sorprende no son los actos exiguos de desobediencia, sino, al contrario, la aceptación y sumisión generalizada a cada nueva imposición semanal de ordenanzas unilaterales y confusas, en ocasiones de arbitraria apariencia, con las que los diferentes gobiernos españoles (con perdón) y europeos se han lanzado a restringir derechos fundamentales con el honorable propósito de preservar nuestra salud.

Por supuesto, no niego la necesidad de tomar medidas preventivas capaces de mantener controlada la pandemia, incluso algunas de ellas excepcionalmente restrictivas en momentos de extrema urgencia. Sin embargo, da la impresión de que autoridades y comités de expertos se hayan lanzado a una loca carrera de prohibiciones como única solución posible a esta crisis. Una medida tan extraordinaria como el llamado toque de queda lleva activada en nuestro país desde octubre del pasado año, convirtiéndose ya en una norma casi rutinaria de nuestra convivencia. Si esta es la mejor medida para controlar la pandemia, bien nos podríamos haber ahorrado a tanto experto (alguien llegó a decir también que, si nos pasábamos un año sin hablar, adiós al virus). Algunos gobiernos autonómicos, en su afán por controlar la situación en sus territorios (o parecer activos y contrarios a la tibieza centralista), han propuesto incluso adelantar este toque de queda a las ocho de la tarde. A trabajar y para casa, temerosos de dios. Y gracias a dios, no se lo han permitido.

Lo más extraño de todo no son los turistas borrachos, las fiestas ilegales, la derecha embrutecida y tramposa, la falta de consenso entre comunidades autónomas, el escaso espíritu europeísta, las miserias políticas, la lentitud de la campaña de vacunación, los errores de logística, la falta de personal, los antivacunas o los negacionistas, los tránsfugas, los populistas, los corruptos o la mascarilla de Aznar. No, lo más extraño de todo, creo sinceramente, es lo bien que nos lo estamos tomando. Lo que demuestra que vivimos entre una amplia mayoría de personas civilizadas y tolerantes, personas que acatan las normas por el bien común y que confían plenamente en las instituciones democráticas.

Y, no obstante, me pregunto, ¿no nos habremos convertido en una masa acrítica y dócil, acomodada hasta el extremo de permitir, sin el menor cuestionamiento, que las llamadas autoridades ejerzan sobre nosotros un paternalismo autoritario sin precedentes en nuestra democracia? Si aceptamos, con toda lógica, que debemos reducir el contacto entre personas y hemos limitado los horarios de bares y restaurantes para facilitarlo, ¿por qué obligarnos a llevar mascarilla aunque estemos solos?, ¿por qué imponernos este toque de queda interminable? ¿Acaso no deberíamos ser responsables y responder de nuestros actos en todo momento tal como hacemos en otras circunstancias de la vida, como por ejemplo cuando conducimos, trabajamos o pagamos nuestros impuestos? ¿Hay que prohibirle todo a todo el mundo por temor a la insensatez de algunos?

No dejo de pensar que, en futuras ocasiones, puedan tratar de imponernos nuevos toques de queda por motivos tan magnánimos y piadosos como nuestra seguridad, nuestra moral, o la salvación de nuestras almas.

*Escritor