Algunos de ustedes conocerán a alguien que les ha confesado que escribe con cierta frecuencia, sean meras reflexiones, poemas o narraciones, pero que no publica sus escritos. Esta postura es del todo respetable porque el derecho a decidir si divulga o no su obra y, en su caso, la forma en que la dé a conocer, es el primer derecho moral de todo autor. Pero junto a estos autores de obras inéditas, hay otros muchos que publican sus obras con la pretensión de obtener el favor del público y si es posible hacer de ello su profesión.

Al reproche de egoísmo —o excesiva protección de la intimidad— de aquel que mantiene reservados sus escritos, cabe oponer la falta de recato, de pudor y hasta cierto grado de vanidad de los que, publicándolos comparten con los demás sus pensamientos. Por eso, siendo ambas posturas perfectamente legítimas me van a permitir que me manifieste a favor de la divulgación de las creaciones expresadas a través de la escritura.

Comparto lo que sostenía el apócrifo autor de la obra Lázaro de Tormes cuyas primeras palabras son a favor de la publicación de las obras: “Yo por bien tengo —así comienza la obra— que cosas tan señaladas, y por ventura nunca oídas ni vistas, vengan a noticias de muchos y no se entierren en la sepultura del olvido, pues podría ser que alguno que las lea halle algo que le agrade, y a los que no ahondaren tanto los deleite”. E insistiendo en la idea de escribir para publicar, añade. “… muy pocos escribirían para uno solo, pues no se hace sin trabajo, y quieren, ya que lo pasan, ser recompensados, no con dineros, mas con que vean y lean sus obras, y si hay de qué se las alaben”. Y concluye señalando “a este propósito dice Tulio (Cicerón): “La honra cría las artes”.

En estos pasajes iniciales de nuestro Lazarillo de Tormes se alude al hecho de escribir, a la finalidad habitual de esta actividad que es publicar, y a la recompensa por esta tarea: que se lean los libros y, en su caso, que se alabe a sus autores.

Es sabido, por otra parte, que Aristóteles afirmó que el hombre es un ser social por naturaleza, por lo que se “es” en tanto se “co-es”, destacando con ello que cada uno necesita a los demás. Pues bien, poner por escrito el propio pensamiento es una manera de convertirse en ser humano en la medida en que el que escribe “es”. Pero solo al publicar lo escrito se “co-es”, ya que es el modo de comunicar a los otros los propios pensamientos. O dicho de otro modo: al escribir se “es” y al publicar lo escrito se “co-es”. Por eso, la labor de los escritores de comunicar a los demás sus pensamientos por escrito es, a mi juicio, digna de alabanza.

Y es que el solo hecho de escribir supone un esfuerzo que es propio de un espíritu sumamente generoso. Es posible que el impulso de escribir sea fruto de una necesidad del autor. Pero el círculo se cierra cuando se toma la decisión de publicar lo escrito, la cual no esté exenta, como se ha apuntado, de ciertas dosis de vanidad. En todo caso, quien escribe y publica, da una parte de sí mismo, de su saber o de su mundo de ficción en cada una de sus obras. Y la mayoría de las veces recibiendo de los demás nada o muy poco.

La razón de lo que se acaba de decir es que, frente a los libros, no todos mostramos la misma actitud. Hay quienes apenas sienten el más mínimo interés por ellos y hay otros, en cambio, que los veneran. La mayoría de la gente se muestra, como en casi todo, bastante indiferente: para enterarse de lo que le interesa, prefiere escuchar y ver, que tener que hacer el esfuerzo de leer. Y sin embargo, los libros atesoran riquezas espirituales impagables. Quienes los escriben, lo hacen porque creen tener algo que decir o que contar. Han proyectado su intelecto sobre los distintos sectores del saber o de la actualidad, o han adentrado su espíritu en el ámbito de su desbordante imaginación, y lo han hecho para comunicarse con los lectores, para instruirlos, informarlos o simplemente entretenerlos.

Además, en la novela, más que en ningún otro género, el enorme esfuerzo que hay detrás desemboca en obras que solo se “consumen” una vez. Al contrario, por ejemplo, de las obras musicales que pueden disfrutarse numerosas veces, las novelas se parecen a los platos que cocinamos: suelen consumirse una sola vez, el “ya la leí” es una declaración de que no será objeto de relectura.

Pero si lo que antecede es cierto también lo es que en el momento de escribir, el autor tiene la esperanza de que su obra llegue a ser muy leída. Por eso la escribe y aunque le asalte la duda de que pueda resultar un fracaso de lectores, no deja por ello de escribirla. Pueden más sus deseos de dar una parte de sí mismo y de inmiscuirse en las mentes de otros, que el destino comercial que haya de correr su obra: en el momento mismo de escribir acepta ya el porvenir del fruto de su talento.

Por eso, la gran mayoría de los que escriben y publican sus obras lo hacen sabiendo que su arte no les dará ni siquiera para malvivir. E incluso los pocos que llegan a poder vivir de sus obras, son por encima de todo “autores”: sienten más la necesidad de crear que la de obtener un rédito de su tarea. Publicar implica correr el riesgo de que la obra tenga poco éxito, pero también el de que sea una obra exitosa, en cuyo caso al rédito económico se agregará el subidón de auto estima y vanidad (que no soberbia) que experimentará el autor.