La pandemia del COVID, que todo lo condiciona, ha devuelto la atención social sobre nuestros mayores. Víctimas de las olas de mortalidad del coronavirus y de las carencias de muchas residencias, ellos han sido protagonistas en lo peor de esta crisis y parecían disfrutar, por fin, de una empatía casi unánime por parte del resto de la sociedad. Pero, digámoslo crudamente, pasado lo peor, reducidos los contagios y los fallecimientos por la vacuna, ese foco ya no les ilumina.

Un examen a la atención pública hacia nuestros mayores no daría para un aprobado. Las carencias agudizadas con la pandemia no nacieron con ella. Vienen de años de tímidas respuestas desde las diferentes administraciones públicas ante un problema que se veía venir por el inexorable paso del tiempo. Después de la juventud llega la madurez y a ella le sigue la vejez. Ley de vida a la que, desde los poderes públicos, no se le ha sabido dar respuesta, a pesar de las advertencias claras de la evolución demográfica, que lleva años dirigiéndonos hacia un progresivo, constante y sostenido envejecimiento de la población.

La Ley de Dependencia, una loable iniciativa del Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero para proteger a los mayores y a las personas con discapacidad, ha beneficiado desde 2006 a miles de personas, pero la falta de acompañamiento presupuestario a la norma y de personal para aplicarla ha dejado a muchos por el camino. Según datos del propio Gobierno de España, 475 gallegos murieron en 2020 a la espera de una ayuda que nunca les llegó. En la actualidad, los expedientes en proceso o pendientes en la comunidad ascienden a 5.200. A finales de 2020, el Servicio de Ayuda en el Hogar, que presta el Ayuntamiento con colaboración de la Xunta, tenía 4.000 beneficiarios, pero otros 800 estaban en lista de espera. Trámites que deberían resolverse en un plazo de seis a nueve meses, pero entidades como la Asociación de Familiares de Enfermos de Alzhéimer de A Coruña (Afaco) aseguran que no conocen ningún caso en que ese tiempo se haya cumplido. A veces, el reconocimiento oficial de dependencia a una persona llega tan tarde que o ha fallecido o su estado ha empeorado.

Podríamos ser complacientes y quedarnos en la fría estadística o ser críticos y reconocer detrás de cada cifra a un ser humano necesitado de ayuda y a sus familiares. Porque la atención debe ofrecerse, ante todo, al dependiente, pero también a sus cuidadores, que sacrifican su vida y, en ocasiones, su trabajo ante la falta de apoyo público. Sin olvidar que por mucho cariño y atención que pongan, su asistencia dista de la que puede ofrecer un profesional. Los recursos privados, aunque importantes, no pueden ser la única alternativa a las carencias públicas ya que excluyen de la solución a quienes carecen de dinero para pagarlos. Una plaza en una residencia de mayores supera con creces en la mayoría de los casos los 2.000 euros mensuales, una cifra inalcanzable para la mayoría de la sociedad.

Ese atasco en la tramitación de las solicitudes de dependencia no llegó con la pandemia. Estaba antes. La Consellería de Política Social, responsable de la tramitación y gestión de estas ayudas, admite que los tiempos para una valoración de dependencia “no son los deseados” y que reducirlos es una de sus prioridades, para lo que, asegura, ha duplicado los equipos de profesionales dedicados a este fin.

Reforzar el personal y el presupuesto para atender a los dependientes debe ser el primer pilar del apoyo público a los mayores y personas con discapacidad. Y ampliar la mísera oferta de centros para una atención especializada, una prioridad. La Administración no puede esconderse detrás de las decenas de entidades sociales cuya ingente y solidaria labor sirve de ejemplo en un reto que debe implicar a toda la sociedad. Los mayores dependientes no pueden esperar.