Al ver las festivas aglomeraciones del pasado fin de semana en Madrid, Barcelona y Salamanca (seguro que hubo más), uno puede llevarse las manos a la cabeza y no dar crédito o resignarse a la proverbial estupidez humana y a la atrevida desfachatez de la juventud. Pero quizá haya más enjundia de lo que parece detrás de las imágenes de todas esas personas celebrando el final del estado de alarma como si acabasen de derribar el muro de Berlín con sus Nikes y sus Samsungs de última generación, como si, en realidad, hubiese algo que celebrar. Quizá, que la vida es una fiesta que nos merecemos por derecho propio; que la libertad consiste en ser una oveja más del estúpido rebaño de las modas, el oportunismo o la frivolidad; que la verdad está en Twitter y el meme es el último vestigio de la inteligencia humana; que somos los más guapos o los más afortunados o los más originales y debemos compartir todo eso que somos con el mundo, de lo contrario, nada parecerá real; que lo único que nos satisface es consumir, cualquier cosa, persona o idea; que siempre hay alguien que responde por nuestra rebeldía y cura nuestras heridas; que nadie puede decirnos cómo comportarnos ni criticar nuestras ideas porque todo nos resulta agotadoramente ofensivo y la libertad (de nuevo) consiste en sentirnos siempre como si nos hubiésemos tomado un batido de Valium con sabor a fresas; que la educación es un mero trámite para comprar títulos (en función de las posibilidades económicas de la familia de cada cual) que nos coloquen en el mercado de la insustancialidad; que la política se ha convertido en un espectáculo de televisión basura, alejado no solo del mundo real sino del mundo inteligente; que cuando hablamos de cultura nos referimos casi exclusivamente al cine y a la música populares, porque todo lo demás requiere un esfuerzo de aprendizaje por nuestra parte que nos parece mortalmente aburrido y, sobre todo, difícil de compartir con nuestra comunidad virtual de seguidores; que lo más importante en la vida es el dinero (único baremo del éxito y el fracaso) y su ostentación macarrónica y obscena; que pagar impuestos es un coñazo y que la gestión privada es el colmo de la eficiencia; que tenemos derecho a todo (a escoger el colegio de nuestros hijos, el tipo de educación, el médico y el hospital donde queremos ser atendidos, las calles de la ciudad por donde queremos circular y aparcar nuestros coches) y obligación a nada; que somos un país de listillos que valora y premia la viveza del corrupto y rechaza y se mofa de la honradez intelectual, a menudo austera y molesta; que ensalzamos la mediocridad y despreciamos la erudición con febril entusiasmo, etc.

Hay mucho más, que cada cual añada sus propios quizás. Pero, desde luego, si hay algo que salta a la vista en este tipo de actitudes de manada es que la gente lee muy poco. Nada, en realidad.

*Escritor