Me implico en dos primeras comuniones cercanas. La de Débora es este próximo domingo. Y dos semanas después la de Ainara. Sin ser familiares míos, ambas crías me son muy apreciadas por mi trato con sus padres. Desde antes, y sobre todo cuando me confirmaron las fechas, vivo encomendando que sea un día inolvidable, tanto como lo sigue siendo el mío, para todos los participantes, criaturas, padres, abuelos, demás familiares, amigos y conocidos. Porque en una primera comunión no solo abunda el gozo para los para los que reciben por primera vez a Jesucristo, sino que, tanto en el cielo como en la tierra, en toda la iglesia, rebosa la felicidad por el crecimiento y fortalecimiento de los cristianos. Seguro que los comulgantes ya distinguen bien, gracias a la catequesis preparatoria, entre el pan casero y el pan eucarístico, y que más que argumentos y razones sobre la conveniencia de comulgar y confesarse está el ejemplo de los padres porque, para los críos, se hace amable y valioso todos lo que los padres viven, por la sencilla razón de que, fuera de mayores explicaciones, es lo que hacen mamá y papá. Y si las posteriores celebraciones y regalos abundan en el gozo interno, bienvenidos sean.