Buen día, queridos y queridas. Hoy vuelvo a un concepto que ha protagonizado estas líneas otras veces, y cuyo creciente nivel de éxito no deja de llamarme la atención. Me refiero a lo bautizado por Orwell como “intrahistoria”, hoy más nombrado como “posverdad”. En definitiva, el cambio constante de la crónica en función del rol que se le quiera dar a la comunicación y, sobre todo, a la permanente adaptación del discurso al relato vencedor, en un modelaje en tiempo real del mismo. Poco importa entonces lo verdaderamente acaecido, sino que la acción se centra en qué se quiere contar, y a quién, y se procede. Auténtica infoxicación selectiva que, por lo que se dice en algunos mentideros, ya ha dado pingües beneficios en términos de, por ejemplo, réditos electorales en distintas partes del mundo.

Parece que hubiese hoy corporaciones, organizaciones o grupos humanos de toda índole que jamás hacen nada mal, a los que todo les va bien y que solamente atesoran virtudes, y cuyo concurso se presenta como un regalo a la Humanidad. Esta carta de presentación, que se descalifica a sí misma por la imposibilidad de que las cosas sean de tal guisa, se traslada incluso al ámbito particular. Y, así, muchos de los perfiles en redes sociales de miríadas de personas pretenden estar cortados por el mismo patrón. Tratan de construir una entelequia —el relato— que muy pocas veces tiene algo que ver con la realidad. ¿De verdad es interesante tal ejercicio? ¿Vivimos un tiempo de supina falsedad?

En política, este tipo de práctica redunda en un constante engaño al potencial votante y, como no, a la sociedad en general. Sánchez puede contarnos lo que quiera, que todos sabemos qué da de sí y qué no una conversación de pasillo, profundamente asimétrica, de diez segundos. Podrá explicar todas sus hazañas con Biden pero... es evidente que se trata de intrahistoria. De “díxome dixo”, que se queda en nada. La misma situación —coma más, coma menos— que las diferentes versiones del presunto y épico triunfo de Pablo Casado sobre la rebelde y pintoresca Díaz Ayuso, cuyo discurso de renuncia expresa a pisar el terreno del primero sonó más a chirigota y a impostación que a nada que pueda articularse como un relato real. Pero lo más interesante es que, a partir de ahí, muchos medios hacen ahora su particular “versión de los hechos”. Más intrahistoria. Más posverdad. Y del dicho al hecho, en esta ocasión y en otras muchas, habrá de nuevo un gran trecho, una gran brecha. La de la realidad —la que es— y la de lo que se cuenta —retocado, pulido, maquillado y tuneado al gusto del consumidor—.

Me rebelo contra la intrahistoria, queridos. Alguno puede ver por tanto en mí signos de caducidad, habida cuenta de que esto es un signo de esta época. Y, miren, puede que tal interfecto que eso piense tenga razón. Pero prefiero una realidad física y tangible, con todo lo dura que pueda ser, que este conjunto de veleidades supinas, entremezcladas, azucaradas e hilvanadas por manos perversas, cuyo resultado esté escrito antes que sus ingredientes. Me muevo mal en estos relatos precocinados, que parecen salidos de una de esas cocinas fantasma de quinta gama que hoy pueblan nuestros barrios e incluso nuestros polígonos industriales. Soy más de la nobleza de aquellos dos sabrosos huevos fritos con patatas, algo de jamón y un poco de caldo mientras nieva, allá donde Galicia se eleva intentando contener el avance de la Meseta.

Pero sí, la intrahistoria es hoy la marca de la casa. No se puede querer ser vicepresidente de la eléctrica y haber pretendido sostener en el pasado un discurso crítico por determinadas prácticas en tal sector. Y no se puede aplaudir a quien ayuda a inmigrantes al borde de la muerte y haber sido, a la vez, asesor de comunicación, con mando en plaza, de un alcalde con preocupantes tintes xenófobos. Algunos entrevistados ilustres —¿han visto ustedes la entrevista al que fue todopoderoso Iván Redondo?— no cejan en el empeño de pensar que algo contado con convicción es, por definición, creíble, por mucho que no se sostenga. Y son muchos los que llaman hoy a una cosa de una manera y, cuando les toca jugar en el bando de enfrente, no tiemblan ante la vergüenza que siempre supone una florida hemeroteca. Los pactos con unos son hoy traición al Estado pero, cuando los haces tú, la cosa cambia. Y si hoy cedes ante otros, estás vilipendiando al conjunto. Pero, cuando aquello estaba de tu mano era, ¡fíjate tú!, parte de la natural relación entre administraciones en democracia.

La intrahistoria y la posverdad llegan a todas partes. Lo inundan todo. El yin y el yang se tocan, se superponen y hasta, si es preciso, se amalgaman. Todo se retuerce para ser lo mismo o algo diferente. E incluso personas cuyo currículo en determinada materia es inexistente se revisten de cualquier cosa para parecer lo más de lo más, e incluso más. Ser, estar y parecer se trastocan en parecer, parecer y parecer. Aparentar, en un rizo más cada día, mucho más difícil todavía, de la cultura del envoltorio. Ya saben, mucha pompa y oropel, mucho papel de regalo... y nada dentro. Un discurso bonito que no dice nada, y que podría estar a la vez en boca de gobierno y oposición, para envolver el absoluto vacío al que con frecuencia nos abocan muchos de los que pelean por... la pervivencia de ellos mismos. No siempre es así, claro está, y hay también gente honesta en todos los ámbitos. Pero ocurre con demasiada frecuencia. Tanta, que yo creo que en el imaginario colectivo ya hay más posverdad que verdad, y más intrahistoria —la historia contada por los vencedores, por los que manejan los recursos, por los que tienen la sartén por el mango...— que pura y dura historia...

Tonto de mí, me quedo con la Historia. La que duele. Con los hechos. Con la verdad, que a veces es propicia a unos y otra a los de enfrente. Que nos iguala y convierte historias de buenos y malos en crónicas de supervivencia, muchas veces bastante más prosaicas. Y, desde luego, más equilibradas y más versadas en lo que realmente pasa, que aquello que se reescribe según unos determinados colores. Unos u otros, tanto me da. Todo ello me repugna. Prefiero la verdad desnuda, esa que te hace libre, que la tamizada y procesada.