Saludos en este penúltimo día del mes de octubre. Si les digo que el tiempo vuela, me replicarán ustedes que eso ya lo hemos hablado mil veces, pero aquí queda escrito una más, por si a alguien le queda todavía alguna duda. Cambio de hora, días telúricos y fin de semana largo, como antesala de un mes de noviembre que seguro que combinará, como todos los demás, satisfacciones y disgustos, problemas y soluciones, y mucha vida... Ojalá el mismo les colme de alegría, les deseo ya ahora mismo, aquí y ahora. Y, entre los temas de actualidad, algunos dan para una de estas columnas con las que mantenemos viva la llama de la comunicación entre nosotros. Por ejemplo el de los bancos y sus cuitas, en un tiempo de ERE históricos, y ahora con la vuelta a los beneficios también importantes. Si les apetece reflexionar conmigo sobre ello, pasen y vean...

Miren, hemos hablado muchas veces de que todos los que hemos estudiado en reputadas escuelas de negocios sabemos que un objetivo inexcusable en la empresa, desde la mera óptica de la gestión, es la maximización de sus beneficios. Eso es verdad, hasta tal punto que la pérdida de dicho horizonte puede llevar a la misma al desastre, en todas sus vertientes. Pero una visión únicamente de tal índole, sin un pertinente análisis mucho más integral de la acción empresarial, puede ser igualmente pobre y desnortada. Porque pretender que el beneficio económico es el único producto derivado del desempeño del que es un actor clave del escenario socioeconómico, no es real. La empresa es un todo, cuya acción trasciende de lo económico a lo social, convirtiéndose a partir de ahí en un elemento vertebrador de múltiples relaciones entre los grupos de interés a los que concierne. Si esto no se ve, y se opera únicamente con el indicador del beneficio como el que marca el éxito y el rumbo del negocio, antes o después el proyecto pierde consistencia y su solidez se reblandece. Y, ¿saben por qué? Porque todos somos personas, con muchas más necesidades, intereses y estímulos que el meramente crematístico. Accionistas, empleados, clientes y proveedores son personas, y por ello las organizaciones empresariales se convierten en mucho más que máquinas de ganar o perder. Es así.

Es por ello que me ha costado siempre digerir los ERE en el contexto de números buenos. Entiendo que, cuando asoma la bancarrota o una situación con riesgo grave de poder llegar a ella, una forma de intentar corregir lo andado y dejar de caminar hacia la debacle sea reducir gasto, replegarse y, consecuentemente, que una parte de la plantilla tenga que quedarse fuera del barco. Vale, aunque sea doloroso. Pero ¿y cuándo las cosas pintan bien? ¿Qué pasa con los que han arrimado el hombro y que, por una decisión poco empática tomada en un despacho, han de salir? ¿Tiene sentido que te echen, mientras el dinero sigue llegando a espuertas? Y es que ya saben que, a raíz de alguna de las últimas reformas laborales, las empresas pueden aducir que, aún obteniendo beneficios, estos no eran los esperados, y así continuar con sus planes para prescindir de un número de trabajadores. Algo que, como les digo, sigue sin gustarme. Porque la codicia, estoy convencido, nunca es una buena compañera de viaje.

Algo así me temo que está pasando en una parte de la banca. De acuerdo que el contexto no es —y, sobre todo, no ha sido— el más boyante para este sector, con un precio del dinero bajo mínimos y un panorama plano en casi todo. Pero bancos que hoy ganan miles de millones están sumidos en proceso de reducción de plantilla y regulación verdaderamente agresivos. Y, a la vez, con un servicio a la sociedad mucho más selectivo y hasta escaso, con cierres de oficinas y derivación a canales virtuales, sorprendente en una actividad que siempre tuvo un importante componente de confianza en las personas. Los máximos ejecutivos, responsables de todo ello, están satisfechos por los números. Pero... ¿sabrán ver más allá de los balances? Ese es el reto y la parte seguramente más difícil a la hora de posicionar a una corporación en un entorno complejo y cambiante, pero que sigue teniendo en las personas —como cualquier emprendimiento humano— su objetivo más importante.

Si se conculca esta máxima esencial en nuestras relaciones, también en las económicas, corremos el riesgo de entrar en territorios resbaladizos, de vínculos líquidos entre las personas, pero amarrando en la solidez de los beneficios. Estados de la materia un tanto antagónicos, propiciados por lógicas que, vistas con perspectiva, no dejan de chirriarme...