Muchos de ustedes conocerán la magnífica poesía de Jorge Manrique, Coplas por la muerte de su padre, unas de cuyas estrofas dice así: “Nuestras vidas son los ríosque van a dar en la mar, que es el morir”. Me parece un verdadero acierto del poeta recurrir a la imagen de que nuestras vidas son ríos y afirmar que desembocan en el mar que es el morir.

Pero, tras haberme adherido sin reserva alguna a esa idea del poeta, me gustaría dar un paso más y añadir que nuestras vidas, en tanto que ríos, reciben afluentes, que son las demás vidas de aquellos otros que se han relacionado con nosotros. Con esto quiero decir que si el afluente es un “arroyo o río secundario que desemboca o desagua en otro principal” (acepción 3 del Diccionario de la RAE), tomada la vida de cada uno de nosotros como su río principal es innegable que a la largo de ella han desaguado en él otras vidas-ríos, que para sus protagonista son su río, pero para nuestra propia vida son “arroyos o ríos secundarios” que han influido en ella y, por eso, son sus afluentes.

Para lo que quiero expresar, puede adoptarse como punto de partida que la vida es como una carrera en la que el nacimiento es la salida y la muerte la meta. Y puede admitirse, asimismo, que en esa carrera se evoluciona mucho más deprisa en los primeros tramos del trayecto que en los últimos.

Y es que hay una parte de nuestra existencia, que se inicia en los primeros años y llega más o menos hasta la treintena, en la que tenemos tanto por delante y es tan poco nuestro pasado que solo contemplamos el futuro. Durante ese tiempo, transcurren tres importantes etapas: la infancia, la juventud y el comienzo de la edad adulta. Nuestro río va haciéndose en ese momento más caudaloso y van desembocando en él, primero, pequeños arroyos, a los que siguen ríos que van a tener una gran trascendencia en nuestra vida.

En la infancia, fluyen a nuestro lado los grandes ríos que con solo rozar nuestros lechos, que están en plena formación, nos dan el agua precisa para nutrir nuestro intelecto: son los que nos aportan el amor familiar, la educación, la instrucción, nuestras primeras experiencias, que son como fogonazos instantáneos, desplazados inmediatamente por otros que vienen sucesivamente, hasta parecerse a las olas que entran cadenciosamente en nuestro río-vida desde el mar. En la juventud, tiempo de miradas voraces e insaciables, los afluentes vienen llenos de vivencias, que nos obligan a abrir los sentidos de par en par hasta que den todo de sí para que la circunstancia en la que vivimos impresione nuestra alma y se vayan depositando en nuestro yo las experiencias que esos afluentes van inundando nuestra vida. Es el tiempo en que fluyen los arroyos de los primeros amores, de las inquietudes profesionales, en el que empezamos a aprender la dura tarea diaria de elegir y desechar, teniendo que optar muchas veces basándonos en razones no del todo comprensibles. Y, por fin, en el comienzo de la edad adulta arriban a nuestro río afluentes que vienen cargados con el agua del amor sosegado, la del ejercicio de la profesión elegida y el grueso caudal que va a configurar en gran medida nuestro yo, porque soy de los que piensan que a partir de esa edad ya se cambia poco.

Al final de ese período vital, con el agua de los afluentes, viene ya la que nos trae el pasado y, aunque es verdad que vivimos el presente y esperamos con ansia el futuro, aquel empieza a abrirse paso en el incipiente mundo de los recuerdos.

En el nuevo período vital que comienza cuando empieza a atisbarse el atardecer de la edad adulta plena, nuestras miradas se serenan, dejan de ser prospectivas, de largo alcance y proyectadas hacia el futuro, y se hacen más introspectivas. No buscamos las respuestas tanto en lo que nos queda por aprender cuanto en lo que tenemos en la mochila de la vida, para afrontar así con lo que ya sabemos los nuevos retos que nos plantea el hecho de seguir viviendo. El río que es nuestra vida porta en esos momentos un caudal repleto, con más agua que nunca, porque es el momento de la plenitud y en el que nuestra vida está sirviendo de poderoso afluente de los ríos de nuestros familiares y allegados.

Y llega un momento en el que el río inicia el tramo final que lo va a llevar al mar. El agua circula más lentamente y nos permite advertir que el camino recorrido hasta entonces lo hemos ido haciendo acompasadamente con nuestros seres queridos, que transcurre por lugares reiteradamente transitados y que se huele la cercanía del mar que, como dice el poeta, es el morir. Y cuando se está a punto de alcanzar la meta pienso que conviene que tengamos bien presentes dos cosas. La primera es que muchos de los afluentes que inundaron nuestras vidas, vivificándolas, nos han abandonado, han ido a parar a la mar, ya descansan en el mar eterno, porque como escribió Antonio Gala la vida es un rumor de manos diciendo adiós. Y la segunda es que la mayoría de las cosas se consiguen antes no por correr más deprisa, sino por avanzar más sabiamente. Por eso, no se trata de acelerar el ritmo, sino de acomodarlo al movimiento conjuntado del cuerpo longevo con el alma experimentada.

Es por todo lo que antecede por lo que me atrevo a afirmar que las vidas de cada uno de nosotros son los ríos, pero también sus afluentes, yendo toda esa agua acaudalada la que va a dar en la mar, que es el morir. Y agrego que el caudal de cada una de nuestras vidas-río será tanto más completo y copioso cuanto más repletos y abundantes hayan sido sus afluentes.