Buen día tengan ustedes. ¿Han visto la luna de estos días? Verdaderamente bella, llena y en un cielo despejado, proyectando en el mar la luz reflejada sobre ella. Luego llegó el eclipse, y algunos otros regalos para la contemplación y el disfrute de la armonía de la Naturaleza. Pero el mero fluir de los minutos mirando al mar, cuando la sociedad aún no se había desperezado, a mí me valió la pena alguna de estas pasadas noches. Mucha belleza, oigan. De la que impacta.

Por lo demás, todo en orden. Seguimos con el in crescendo en casos COVID-19, por si a alguien no le había quedado claro todavía que, haciendo las mismas cosas, los resultados no serán diferentes. Muy amortiguado todo, sí, por la eficacia de los diferentes preparados utilizados como vacunas y el enorme esfuerzo en inocularlas. Pero, no lo olviden, estamos ante una nueva espiral de casos y más casos, que dará al traste con las ilusiones y la vida de más de uno. Sean prudentes, por favor. No ya por usted o por mí. ¡Por todos!

Y es que no vale eso de no medir las consecuencias de los actos de uno y luego lamentarse porque estas se hayan presentado. Imaginé que éramos más recios, más responsables, que la sociedad tenía en mente qué hacer para no complicar las cosas. Que sabía estar a las maduras, pero también a las duras. Pero veo que no, que hoy circula por ahí una extraña y adulterada variante del Carpe Diem, errónea en lo más profundo de su planteamiento, que bien podría titularse “Porque yo lo valgo”. Porque hay muchos de nuestros conciudadanos y conciudadanas que siguen midiendo todo desde la doble, triple o cuádruple vara de medir enormemente conectada a su ombligo. Y eso no puede ser así. Hoy toca ser prudentes, y con ello mejorar números que, de otra manera, darán al traste con mucho más de lo que podamos imaginar.

Leía yo estos días un cuento, contenido en el siempre maravilloso, centenario y clásico libro Física recreativa, de Perelman, que tenía que ver con alguien no demasiado inteligente, pero con poder para que sus deseos se convirtiesen en realidad con solo expresarlos. Un día tal persona pidió que se parase La Tierra en su complejo giro en el espacio, que comprende diversos movimientos, siendo los principales los de traslación, rotación, precesión, nutación, bamboleo de Chandler y precesión del perihelio. Ni qué decir tiene que tal persona salió al momento disparada y, en la ensoñación del cuento, no sufrió un fatal daño porque lo deseó y ordenó con todas sus fuerzas. Pero todo lo que se encontró a partir de entonces fue ruina y desolación. Todo había salido por los aires, por la fabulosa inercia del planeta al frenar, y había vuelvo a caer sobre su superficie, prácticamente desintegrándose. Sí, no basta con tener el deseo de algo, e incluso a veces conseguirlo. Hay que saber medir las consecuencias de las querencias de uno. Es importante.

No sé, pero a veces tengo la sensación de que esta baumanniana sociedad líquida que evoluciona a lo gaseoso sufre exactamente del mal contrario. No es que haya frenado de repente y que, por tanto, todo se haya hecho trizas. Es quizá que, a fuerza de acelerar y acelerar, ha llegado a un punto en que todo se rompe igual. Al fin y al cabo, se trata igualmente de un sistema no inercial, en el que es imposible la estabilidad. Todo va encajando para ir cada vez más rápido, pero sin que se sepa bien a dónde. Tiran de ello los que, bien posicionados en tales dinámicas mundializadoras, concentradoras de riqueza y centrifugadoras del bienestar, sacan buenos réditos de ello. Y los demás se limitan a estar, sin demasiada vela en este entierro, viendo como todo es cada vez más difícil, cibernético, virtual y generalizado, más acelerado y trepidante. Por el camino se quedan la poesía, la concordia y la autenticidad de lo que no se fabrica para contar, sino que simplemente se vive y ya está. Y es que se nos muere lo real, sepultado por toneladas de pretendida felicidad neovirtual.

No soy tan ingrato como para no decir que este mundo líquido tiene también sus ventajas. Las he glosado en mil ocasiones. Pero es de justicia afearle que está convirtiendo el hecho de vivir en una extraña experiencia de videojuego. Ahora ya casi ni se puede llamar por teléfono. Los más jóvenes ya ni te atienden, para preguntar después por un mensaje si ese inquietante sonido del celular iba con ellos y, después de tu afirmativa, inquerir qué querías. Y, por contagio, otros no tan jóvenes, antes acostumbrados a la voz, empiezan también a obrar de igual manera. Se comunican por mensajes, que son más atemporales y no interrumpen. Y, mientras lo asumes, te quedas con esa carita que se te pone cuando ya no entiendes nada.

Pero no se preocupen. Es la aceleración. La tangencial y la normal, componentes intrínsecas de mil y una trayectorias que se superponen y entrelazan. Es el cada vez más, pero no mejor. Es, quizá, la antimuerte térmica del universo, lejos del cero Kelvin, pero muy cerca de muchos ceros en conducta, en responsabilidad, en empatía y, sobre todo, en humanidad. Es el mañana, que ya es hoy. Es un futuro que nada nos depara, con un pasado al que se empeña en enterrar el presente. Cada presente. El de cada uno cada día, en un eterno bucle de presentes y generaciones condenados, entonces, a tropezar ya no mil ni cien mil, sino millones de veces con la misma piedra. ¿Será la piedra filosofal? ¿La de la alquimia? Quizá sí.

Tengo que irme. Empiezan a chirriar los goznes de casi todo. Cuídense. Es la aceleración. Ya saben.