Ha muerto una voz. Se ha callado. Se ha apagado para siempre. Si el fallecimiento de cualquier mortal trae consigo un dolor para alguien, la pena se multiplica por mil cuando la muerte nos arrebata a un pensador… Porque ser escritor va mucho más allá de hilar frases con mayor o menor acierto, de recopilar información y exponerla con mejor o peor criterio, o de plasmar un pensamiento breve sobre un tema de actualidad. Escribir es pasarse un paño por el alma e impregnarlo de uno mismo.

Almudena Grandes hacía honor a su apellido. Gracias a su contribución literaria logró hermanar pensamientos generando simpatías, algo tan común como complicado cuando se trata de escarbar en las entretelas del cerebro y de conectarlas con el corazón sin tapujos ni censuras, para provocar sentimientos en el lector.

La enfermedad, que a veces es la muerte travestida de última oportunidad, la había avisado hace un año y, este sábado, le puso alas y se la llevó junto con su prosa sólida. La escritora que noveló la épica de los perdedores, ya descansa en paz, pero hoy el mundo es un poco más pobre porque falta una creadora literaria, una maga de las palabras y una mensajera del conocimiento humano.

Nos queda el consuelo, tal y como en su día sucedió con Ana María Matute, Carmen Martín Gaite o Elena Quiroga; de que Almudena siempre será inmortal, al igual que les sucedió a sus predecesoras por medio de Paulina, Entre Visillos o La Sangre, entre otras muchas obras.

Hoy Grandes estará con ellas hablando de lo divino y de lo humano. Viendo la vida desde el prisma de lo absurdo y contenta de haber pasado por aquí para dejarnos un legado que —como sucede con todo—, algunos valorarán y otros no. Pero su sabiduría quedará para siempre en las mentes y en las almas de unos lectores que nunca la olvidarán, por lograr que su pensamiento se haya elevado gracias a ella y también a otros que por aquí pasaron y que todavía están.

Seres que nos regalan a los lectores retazos de sí mismos por medio de los que evadirnos, que nos invitan a pensar. A ser mejores o por lo menos mayores, más maduros y más sabios. Personas diferentes a las masas. Caminantes solitarios, pero nunca abandonados, porque con cada lector y —a cada paso— van sus escritores, sus pensadores, sus poetas, sus pintores o sus compositores.

No me imagino muerte más feliz que la que llega a un escritor después de haber vivido y de dejar un legado que, por estar estrechamente ligado a la siembra de materia que compone al ser humano y a la energía que mueve el mundo, está muy por encima del económico por cuantioso que este pudiera llegar a ser.

La escritora Almudena Grandes vino a esta tierra para regalarnos raciocinio, inteligencia e ilusión. Sin conocerlos, hizo más amigos que la mayoría, dejó huellas imborrables en todos ellos y se fue. Seguramente sin pena y con mucha gloria, satisfecha por haber vivido tantas vidas, deseosa de llegar a un lugar donde, a buen seguro, sus personajes cobrarán vida… Y, en mi imaginación y tan solo en ella, habrá hecho el viaje a ese mundo bailando al son de alguna de las melodías del genial Antonio Abril y recitando a Pessoa, para llegar a una bella playa donde sumergirse en un mar azul con los niños de Sorolla.