Un nuevo saludo, amigos y amigas. Dieciséis días para que 2021 empiece a pertenecer a nuestro pasado reciente. Ahí seguimos, sumando dígitos en el contador de las anualidades que llegan y, vertiginosamente, fenecen. Fenomenal. Mientras sean ellas las que se van, representadas por simples guarismos, miel sobre hojuelas. Lamentablemente cada año, y es ley de vida, algunas personas también caen. Y otras florecen. Una realidad meridiana ante la que caben dos posturas. La primera es no soportarlo, y permanecer amargados lo que nos quede de vida. La segunda, mucho más práctica y feliz, es saberlo, valorar la existencia en sí y... seguir caminando.

En esa línea, y sin ánimo de convertir esto en un cutre manual de autoayuda, les diré que parte de ese camino se anda mejor si, ante las cuitas, asumimos que estas pueden ser de dos tipos. El primero, las serias, son los problemas. Algo que todos hemos tenido, tenemos y tendremos durante toda nuestra vida, por definición. Problemas de salud, laborales, familiares, personales... De todo hay. Problemas ante los que hay que dar la cara, y sacar la mejor versión de nosotros mismos, procurando que todos los afectados salgan lo mejor parados posible. El segundo tipo son las naderías. Las fruslerías. Como dice el genial Mota, “las tontás”. Y de esas, pocas. No nos envolvamos en eternas diatribas que a nada conducen. Apostemos por la apertura de miras. Y quedémonos con lo que, realmente, importa. Creo que es una buena receta para aspirar a razonables cuotas de felicidad.

Creo que tal felicidad, en nuestro trabajo y en general en nuestras acciones, tiene que ver con la búsqueda en ellos de la excelencia. Pero no esa de altos vuelos y focos encendidos, a la que aluden en ocasiones en su publicidad las instituciones o las grandes corporaciones como parte de un guión prefijado y a veces con mensajes vacíos y contenidos mucho menos concretos aún, sino a la apegada a la realidad. A la de la trinchera. A la de nuestro día a día, en nuestros desempeños, a pie de obra, sean estos los que sean. La excelencia personal como ingrediente, sumado, de la colectiva.

Y hacer las cosas bien no significa solamente que, técnicamente, nuestros resultados sean adecuados. También tiene que ver con cómo lo hacemos y, sobre todo, con cómo interactuemos con los diferentes grupos de interés relacionados con nuestro ámbito de actuación. Precisamente hablaba de esto hace unos días con un par de facultativos sénior en el ámbito médico. Se mostraban preocupados por algo que creían detectar, relacionado con las motivaciones de una parte de los nuevos titulados, creyendo ver a veces escasa vocación de servicio frente a otros nuevos valores y características asociados a la profesión. Bueno, tendrán razón o no, pero es un ámbito sobre el que conviene reflexionar, porque a todos nos interesa.

Hacer las cosas bien, cuando trabajamos con personas, implica empatía. Sí, saber ponerse en el lugar del otro. Es verdad que sin llegar a lo que en determinadas disciplinas se conoce como “transferencia”, que podría producir una inhabilitación operativa para la tarea por el exceso de carga emocional derivada de la asunción de los problemas ajenos, en entornos de atención complejos y difíciles. Pero, al tiempo, intentando ser algo más que respetuosos. ¿Amables? Por supuesto. ¿Cariñosos? Yo diría que también, en el sentido de que la persona a la que atendemos se sienta cómoda y bien tratada. ¿Sencillos? Pues creo que también es una virtud, teniendo en cuenta que nuestro propio equipaje en la vida, por abultado que sea, ni siquiera es verdaderamente nuestro. Sí, amigos y amigas, vivimos mucho de prestado. Y, para empezar, ni siquiera son nuestros los átomos que, en último término, forman nuestro cuerpo, que tomamos de Gaia, del todo, y que continuamente dejamos e incorporamos, en una danza infinita que nos conecta telúricamente con todo nuestro alrededor, vivo o no. No son metáforas. Es la realidad.

Hacer las cosas bien es salir cada mañana de casa con fuerza y con ilusión. Creernos parte de ese todo, que queremos mejorar desde donde estemos. Y cuidando los detalles, lo que empieza por cuidarnos a nosotros mismos y a todos los que nos rodean. Hacer las cosas bien es eso, y mucho más. Ser responsables de nuestros actos, y también de los que nunca hemos afrontado, con consecuencias para terceros. Apostar por simplificar, cuando haya que hacerlo, o no tener miedo a abordar todos los mimbres de la complejidad, cuando toque.

No hace falta ser demasiado optimista para detectar cada día muchos trabajos bien hechos, por parte de tantos que nos rodean. Y es parte de mi talante el explicitarlos, agradeciendo y haciendo notar lo engrasado de tal engranaje. Si uno es así, fácilmente también le saldrá el explicitar el posible error cuando, a juicio propio, este se ve. No creo que haya de producir ello enfado o sensación de menoscabo, si se hace con los mismos valores —sencillez, cariño, amabilidad, respeto— que propongo para el trabajo bien hecho. Al fin y al cabo, se trata de que, en este tiempo que compartimos, todos seamos mejores. Más alineados en la tarea de hacernos la vida llana y lo más agradable posible, sin “tontás”. Porque problemas siempre habrá, sí, porque son parte de la vida, pero de esta guisa estoy seguro se llevan mejor. Y, desde luego, se podrá aprender más, todos de todos. Y de eso se trata. También en el próximo 2022.