No deja de ser paradójico que titule estas líneas de una forma tan optimista y llena de luz, cuando si hacemos el sencillo ejercicio de echar una mirada alrededor en este final del segundo trimestre de 2022, las cosas no están demasiado bien. Desde el escenario internacional al más doméstico, hay sobrados motivos sobrevenidos para la preocupación, sobre una situación de partida ya bastante incierta. Y, sin embargo, tal día como el de mañana volverá a materializarse ante nosotros, de alguna manera, un icono para la esperanza. Un atisbo de luz, de mucha luz, a pesar de todos nuestros esfuerzos para fabricar tinieblas...

Y es que será este domingo, a eso de las 16.33, cuando nuestro planeta vuelva de nuevo a llegar, en su anual viaje alrededor del Sol, a la posición correspondiente al equinoccio de primavera. Y será en ese instante, a partir de ese momento, cuando entre tal estación, que de facto lleva ya bastantes jornadas dando señales de querer estar entre nosotros. Comenzará entonces el tiempo de la luz creciente y del color brillante pero, sobre todo, de explosión exponencial de la Naturaleza a nuestro alrededor. Estaremos entonces en el hito en el que el reloj biológico que todo lo organiza volverá a llegar a ese momento mágico del fin de una etapa —el invierno— y el inicio de otra, donde el día empezará a ganarle en duración a la noche, en un baile infinito de luces y sombras, de vigilia y sueño, que nunca deja de ser mágico. Y, a partir de ahí, llegará la locura a nuestros campos, a nuestros valles y ríos y, también, a todos y cada uno de los seres vivos, de una u otra manera. Porque sí, la primavera también afecta a la ciudad y a sus habitantes, en un cósmico influjo que nunca pasa inadvertido.

Los árboles despertarán de su letargo. Los pájaros nos agasajarán con mil y un cantos. El agua fluirá y dará de beber a muchos ecosistemas un tanto dormidos, y sus risotadas en mil y una “seimeiras” y “fervenzas” vendrán jaleadas por un sol que cada día calentará un poquito más. La noche se resistirá a llegar y nos encaminaremos poco a poco hacia un aún lejano solsticio, allá cuando el día le arrebate todos los minutos posibles a la oscuridad. Pero eso es futuro. Ahora recreémonos en el presente, y ese presente se llama primavera.

Como les decía, y más allá del hecho físico en sí, esta llegada de la primavera significa para mí una ventana abierta a un futuro más optimista, en medio de tanta negrura conceptual. Y es que el hecho de un mero cambio de estación nos recuerda nuestra realidad telúrica y cosmológica, mucho más allá de las mundanas cuitas, apegándonos a nuestra existencia más esencial. Carl Sagan reflexionó hace tiempo, ante una fotografía enviada desde el espacio donde apenas se veía la diminuta cuasiesfera que es nuestro hogar en el horizonte, sobre lo poco que importa toda nuestra estupidez, soberbia y pedantería ante una abrumadora realidad cósmica que nos subyuga y nos supera, y que muchos tienden a olvidar a la primera de cambio. Somos una pelusa en un todo, ni más ni menos, donde todas las fronteras son inventadas. Y no debemos perder de vista tal hecho, que nos ayuda a poner en su justo lugar cada uno de los mimbres de la existencia. Ante la realidad de lo que somos poco importa la actividad humana y poco importamos ni individual ni colectivamente como especie. Somos otro eslabón más, bien pequeñito, a pesar de todo lo conseguido, lo aprendido, lo pontificado y... lo destruido. O lo que está por destruir.

Siempre pienso que la sociedad sería mucho mejor si fuésemos más conscientes de ello. Si la misma no estuviese tan pendiente de la realidad administrativa, económica y jurídica que, aunque muy importantes, no resisten comparación alguna con la más nimia de las cuestiones del Universo. Y es que, ante el más leve zarpazo del todo en el que nos movemos —llámese virus, meteorología adversa, geodinámica terrestre, dinámica planetaria o cualquier otro fenómeno ordinario del devenir del mundo— temblamos, nos hundimos y hasta sucumbimos sin dejar rastro. Quizá eso debería estar más presente en una sociedad demasiado pendiente de si misma y de sus logros o de su alambicada y atrabiliaria forma de vida, y despectiva con el amplio entorno que le da sentido y le cobija. Porque la primavera existirá —y eso es lo mágico, lo bonito, lo inquietante y lo que me llena de paz— aunque no quede ningún humano sobre la faz de La Tiera, o cuando las ratas o las cucarachas —más preparadas para sobrevivir a un infierno nuclear desatado por cuatro psicópatas metidos a eso del poder— nos tomen el relevo.

Sí, deberíamos entender mejor la primavera. Y, consecuentemente, ser primavera para los demás, y hacernos embajadores de la misma. Hacernos feliz la existencia, compartir un poquito más los recursos, gestionar mejor la luz del mundo, que a veces es escasa, y poner a las cosas de la Economía y el Derecho en su lugar, importante pero nunca tan exageradamente central. Y a sus gentes, en general, mucho más lejos de los liderazgos —exactamente al revés de lo que sucede en nuestro país—, porque quien es de interpretar la norma casi siempre tiene poco tiempo para ver desde fuera la realidad. Y, mucho menos, para entenderla. Y ya no digamos para soñar...