Les saludo en estos días en que junio empieza a sumar ya bastante recorrido, directos ya a esa fecha mágica del 21 del mes. Será entonces cuando se materialice el solsticio, y el verano habrá llegado. Hablamos del verano astronómico, del verano como estación, ya que el llamado verano meteorológico sale siempre antes a nuestro encuentro. El primero tiene que ver con el viaje del planeta alrededor del Sol, mientras que el segundo se refiere a la tipología de los días desde el punto de vista del estudio de los meteoros.

Saludados quedan, pues. Y, dicho esto, déjenme que proceda a congratularme de haber nacido y vivir en este deliciosamente fresquito trocito de la Península Ibérica. Y es que... ¿han visto ustedes la previsión del tiempo para este fin de semana y la existencia de un providencial frente que, por lo que parece, nos va a librar de los tórridos termómetros de estos días? No sé qué pensarán ustedes, pero a mí los cuarenta y tantos grados que se esperan en el sur me dan escalofríos, que no deja de ser paradójico, con solo pensarlo.

Lo que está claro es que vivimos a merced de la Naturaleza. O, mejor dicho, del resto de una Naturaleza de la que también somos parte. Del contexto, de todo tipo, en el que nuestras vidas se desenvuelven. En el ámbito meteorológico y climático, por supuesto. Pero también en lo telúrico, en general. Y en lo relativo al medio ambiente. En todo lo que tiene que ver con el marco en el que nos desarrollamos, muy por encima de la ingenua superioridad con que a veces tratamos a todo lo que no sea la especie humana. Somos criaturas más frágiles de lo que creemos, y por mucho que hayan avanzado nuestros conocimientos en mil y una disciplinas, al final nuestra supervivencia como especie sigue dependiendo de multitud de factores en los que somos meros convidados de piedra. Para mí es una idea siempre muy presente, y hemos hablado aquí muchas veces de Gaia como un entorno autorregulado, así como de la necesidad de entender esto para convivir mejor con el resto de la Naturaleza. Una Naturaleza que nos colma de dádivas, pero que también busca un necesario equilibrio que le negamos. Y esa, queridos y queridos, es la primera premisa para el desastre.

Es un tema sutil, pero que tiene que ver con nuestra aproximación a determinados temas. Déjenme que les ponga un ejemplo de que ello no siempre está presente, con cariño y sin acritud, a partir del artículo de un docto ingeniero, al que conocí hace tiempo, en el que se habla de una serie de consideraciones técnicas sobre la reciente caída de uno de los vanos en un viaducto de la Autovía del Noroeste. Muy interesante y, sin duda, muy constructivo. Muy técnico. Pero en el que se habla de determinadas soluciones o acciones, directamente, para “domar la Naturaleza”, tal como suena. Y eso sí que me parece no ya inapropiado, sino incluso atrevido. Porque nadie niega que existen magnas obras, de mérito incalculable, que han modificado mucho y para bien nuestras vidas. Enormes infraestructuras, elaboradas con complejas técnicas, que han salvado enormes problemas de todo tipo. Diseños increíbles, que no dejan de ser aplicaciones prácticas de la Física, de gran valor. Pero que, desde mi punto de vista, no doman la Naturaleza, sino que nos permiten convivir con ella de otra forma. Una modificación con la que podemos, incluso, adaptarla a muchas de nuestras necesidades. Pero sin domarla, ni pretenderlo. Y es que, aún con los métodos más sofisticados de modificación del paisaje o de intervención sobre el terreno no habríamos dejado de producir un leve arañazo sobre algo descomunal, muy superior a todos nosotros, y para lo que solamente somos una especie más. Cualquier modificación profunda de las condiciones del entorno puede ser absolutamente dramática para nosotros, porque la Naturaleza es mucho más. Y, de forma recurrente, el planeta nos lo recuerda.

Miren, cualquier cataclismo derivado de la geodinámica terrestre, cualquier modificación importante en el clima debido a un cambio significativo de sus condicionantes —piensen, por ejemplo, en la Corriente del Golfo y su efecto para nosotros a una latitud a la que cabría esperar condiciones mucho más duras—, la emergencia de nuevos y mortales patógenos, la escasez o sobreabundancia de agua, la modificación severa de segmentos estratigráficos de la corteza, una reacción de escasez en cadena a partir de anomalías en la cadena trófica a partir de la hoy más que evidente pérdida de biodiversidad también en su base..., tantas cosas... Todo ello nos puede hacer papilla, porque a la Naturaleza no podemos domarla. Nos adaptamos a sus cambios y, mediante el conocimiento, también tratamos de entenderla a ella. Pero... ¿qué pasaría ante una modificación del escudo magnético del planeta, que nos protege de fenómenos tales como las eyecciones de masa coronal del Sol? ¿Y si se producen cambios importantes que tengan que ver con la dinámica de la atmósfera, siempre delicada y cuyo desarrollo podría llegar a ser imprevisible? Y no voy a meter en esta ecuación hechos mucho más improbables, como la interacción del planeta con material sideral. Todo ello, queridos y queridas, también es Naturaleza. Y, a pesar de lo que se diga en las películas, está absolutamente fuera de nuestro control.

La Naturaleza podemos respetarla, tratar de convivir con ella y, a partir de lo aprendido durante muchas generaciones, intentar adaptar su marco espacial, en la medida que nos deje. Modificar algunos leves aspectos de ella, eso sí. Pero de domar, nada. En absoluto. Podemos aprovecharla. Y podemos, siendo parte de ella, serle más fieles. Porque si no lo hacemos, ténganlo ustedes por seguro, ella nos lo recordará. Es lo homeostasia, que funciona en los organismos vivos y que, tal como James Lovelock postuló en su día, está muy presente en la necesidad de un verdadero equilibrio global.