Una de las ventajas que tienen las vacaciones es que cuentas con un tiempo de ocio que puedes dedicar a lo que quieras. Es como si el ritmo vertiginoso que lleva la vida se ralentizase y en esa quietud dispusieses de más tiempo para pensar e, incluso, para meditar o reflexionar. Menciono estos dos verbos, que significan exactamente lo mismo, porque mientras pensar quiere decir “formar o combinar ideas o juicios en la mente,” actividad instantánea, reflexionar o meditar supone “pensar atenta y detenidamente sobre algo”. Es decir, que en verano la tarea constante de formar juicios en la mente, se ve enriquecida al disponer de un tiempo suplementario para que esos juicios se formen con atención y detenimiento. Otra gran actividad que suele desarrollarse en verano es “ganar el tiempo” (pocas veces es perderlo) conversando con la familia y los amigos.

Viene lo anterior a cuento porque sentado una tarde al borde del mar con una de mis nietas gemelas, Adriana, me preguntó si, en caso de que fuera posible, cambiaría algo de mi vida o la dejaría como la llevo vivida. Entendí que el algo al que se refería tenía que ser fundamental: no se trataba de que le respondiera sobre si modificaría circunstancias accidentales de mi existencia, sino acontecimientos esenciales.

Lo que me proponía mi nieta era que repasara mi vida y razonara sobre si estaba satisfecho de la existencia que había vivido o si modificaría algo que la habría mejorado. Hasta entonces no tenía formada una idea sobre la cuestión. Probablemente porque nunca había llegado a planteármela con tanta precisión. Había hecho el balance de situación de lo que había vivido hasta entonces, pero las partidas que había colocado en el Debe y en el Haber eran más valoraciones poco profundas que reflexiones analíticas sobre los acontecimientos más importantes de mi vida. Más aún: nunca me había parado a pensar qué hechos de mi existencia tenían tal significación.

A pesar de ser tan importante el reto que tenía ante mí no necesité mucho tiempo para darle una respuesta razonada a Adriana. Mentalmente dividí mi vida en tres tramos: el más determinante, el de la concepción, que me dotó de mis cualidades intelectuales, físicas y económicas; mi infancia-adolescencia que me llevó hasta las puertas de la adultez; y el resto de mi vida.

Tengo para mí que el momento más importante de cada ser humano es el de su concepción. Es un instante gobernado por la aleatoriedad: te dan la vida sin pedirla y te la dan sin preguntarte cómo quieres que sea. Pues bien, visto lo que nos puede tocar en el momento en que nos conciben como seres humanos, pienso que no puedo quejarme. Intelectualmente recibí unas capacidades suficientes para captar lo que es la vida, para reflexionar sobre el entorno en el que me he desarrollado y para comprender y retener los conocimientos precisos para abordar todos los retos intelectuales a los que tuve que responder. Si tuviera que resumirlo en pocas palabras, me trajeron al mundo suficientemente bien dotado intelectualmente para vivir en él sin dificultad.

Físicamente, nací entero y sin ninguna malformación. Y prescindiendo totalmente de la falsa modestia podría calificarme como una persona normal con un aspecto más agradable que lo contrario. También aquí el balance, visto lo que nos puede dar aleatoriamente la vida, es la plena conformidad con lo que me tocó en suerte.

En los primeros años de mi vida, tuvo lugar el acontecimiento que provocó la ausencia más presente de mi vida: el fallecimiento de mi padre antes de cumplir yo los cuatro años. Admito que convertirse en huérfano de padre a tan temprana edad no tiene para todos el mismo significado. Pero yo solo puedo hablar de mí. Y este hecho supuso que viviera el resto de mi vida como si me hubieran robado una parte de ella. Como tuve ocasión de escribirle en la Carta a Miguel que publiqué hace años: “Para esto sirve ser padre. Para vivir aún después de muerto. Morir, dejando vivos con tu sangre, es vivir fluyendo en su recuerdo. Pero en el recuerdo, Miguel, la vida es un gran vacío. Es un inmenso echar de menos. Es como tener dentro un nido sin pájaro, que nunca volverá a ser habitado y que, poco a poco, se va deshaciendo”.

Pero así como la muerte de mi padre fue como una dentellada en el alma, la entrada en mi vida de mi mujer en 1966, con la que sigo hoy, me dotó de unas bases familiares muy sólidas con las que he afrontado el resto de mi vida.

Hechas todas esta reflexiones, cuando iba a responder a mi nieta, solo tenía una duda: borrar de mi vida la muerte de mi padre. Es verdad que fue un hecho que me hizo sufrir mucho durante una buena parte de mi vida. Pero como también digo en la citada carta a mi padre: “Muchas veces me pregunto por qué no recuerdo el día en que me di cuenta de que no estabas, de que no tenía padre vivo, sino padre en el recuerdo. Parece que debería haber sentido un gran dolor, hasta el punto de descubrir dónde se oculta el alma en el cuerpo. Pero no fue así. Y ahora ya sé la respuesta: no es el desamor, sino el tiempo. Las cosas lejanas no duelen porque el tiempo las hace tornar de vivas en recuerdo”.

Por eso, le respondí que no cambiaría nada. Que era cierto que si no hubiera muerto mi padre habría vivido muchísimos momentos de felicidad con él. Pero que también era cierto que mi vida habría sido completamente diferente, que seguramente yo no sería como soy, y que no estaba seguro que hubiera podido formar la misma familia. Todo lo cual me llevaba a responderle que, aunque pudiera, no cambiaría nada en la vida que me está tocando vivir.