Opinión | Hoja de calendario

Malversación

Es razonable que en el delito de malversación se haga un distingo notable entre la apropiación de dinero público con afán de lucro —por ejemplo, las comisiones que obtuviese un político por la adjudicación o la ejecución de una obra pública— y el desvío de recursos públicos sin beneficio alguno para el autor. Pero, dicho esto, la realidad demuestra que en nuestras democracias occidentales las desviaciones de recursos suelen hacerse con el pretexto de alimentar los partidos políticos, siempre ávidos de dinero para generar clientelismo y dispuestos a seducir a nuevas clientelas potenciales mediante publicidad y propaganda, pero con la particularidad de que la inmensa mayoría de “intermediarios” se enriquece también por el camino. El caso Bárcenas es paradigmático: los dadivosos entregaban bolsas de dinero al PP pero en tesorero metía la mano en la caja. Después de todo, quien roba a un ladrón…

Quiere decirse que es muy improbable que los políticos honrados, incapaces de violentar las leyes y las normas de convivencia, se conviertan en recaudadores de dinero negro para sus partidos. En general, la financiación de la política es un pretexto para el enriquecimiento personal. La historia reciente de este fenómeno empezó en Francia —donde fue una plaga a finales del siglo pasado y principios del actual— y llegó después a España. Pocos partidos se han librado de esta lacra, aunque no todos lo hicieron de la misma manera ni en la misma medida.

El dinero ilegítimo recaudado por los partidos no es innocuo, ni mucho menos positivo para el sistema. Los que dispongan de financiación ilegal jugarán con ventaja, quebrarán el principio de igualdad de oportunidades. Por ello, las reformas en curso se deberían hacer con extremo cuidado para que nadie interprete que hay una malversación buena y otra mala. Se cometería un gravísimo error.

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