caleidoscopio

El mar de Homero

Julio Llamazares

Julio Llamazares

Noche cerrada en Sicilia. Cerca de la costa, escondido entre las rocas, un grupo de personas espera a que un barco se aproxime para subirse a él y zarpar deprisa, antes de que amanezca y alguien descubra su presencia. Por su aspecto, son campesinos, hombres, mujeres y niños que llevan en sus maletas todas sus pertenencias y, cosido al interior de sus ropas, el dinero obtenido por la venta de sus pocas propiedades, incluidas sus casas -—aquellos que las tenían — y con el que tendrán que sobrevivir los primeros tiempos en el lejano país al que se dirigen.

El barco llega por fin y, ya en él, los campesinos sicilianos se internan en el mar mirando con temor el oleaje y con melancolía la isla que dejan detrás, puede que para siempre. Durante varios días con sus noches, sin ver más que agua su alrededor y, por las noches, las estrellas que les recuerdan a las de sus pueblos, los campesinos cruzarán el océano imaginando cómo será el país al que se dirigen y en el que les espera una nueva vida, se supone que mejor que la que han llevado hasta ese momento.

Algunos de ellos llevan en sus carteras la dirección de algún familiar que cruzó el océano antes que ellos y que les ayudará, confían, a situarse en su nuevo país. Otros, por el contrario, van a la aventura total, sin nadie a quien recurrir; son los que muestran más miedo. Pero sobre unos y otros puede más el deseo de prosperar que el temor, las ganas de huir del hambre que la inseguridad de un futuro nuevo. Por fin, una noche, al cabo de varios días de navegación, el capitán del barco les dice que se preparen, que están llegando a la costa de América. Por seguridad, él no llegará hasta ella, les dejará a unos metros y les aconseja que corran y que, al pisar tierra firme, se dispersen para que la guardia costera no los detecte. Así lo hacen los campesinos después de alcanzar la orilla y así esperan, ocultos entre las rocas y arbustos del litoral, la llegada del día para saber qué dirección tomar. Será cuando descubran con sorpresa que están en la misma isla que dejaron días atrás y no en el país al que querían llegar y para lo que pagaron una elevada suma al capitán del barco, que ya ha desaparecido en el mar.

La historia la cuenta Leonardo Sciascia en un relato, El largo viaje, recogido en su libro El mar de color vino (título tomado de La Ilíada de Homero), y ocurrió hace mucho tiempo en Sicilia. Pero seguramente se está repitiendo ahora en algún lugar de las costas de África sin que a los descendientes de aquellos emigrantes sicilianos y europeos les importe. Como tampoco parece importarles demasiado la cantidad de cadáveres que continuamente arrojan las olas hasta las costas del sur de Europa (esta semana, sin ir más, lejos, más de 80 de un naufragio a las de Grecia) o los que directamente desaparecen en el fondo del mítico mar de Homero.

En estos días son ya cientos de miles las personas que se asoman a sus playas sin ver otra cosa que el mar turquesa y los yates de recreo que lo surcan y pronto serán millones, gente feliz e ignorante de que ese mar del color del vino en el que se baña o junto al que toma el sol es desde hace miles de años la mayor fosa común de Europa; una fosa común que esconde en su fondo, junto con otros pecios diversos, la triste historia de la Humanidad.

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