El canutazo electoral

Miqui Otero Escritor

En el inicio de la película Abril, Nanni Moretti afirma: “La noche del 28 de marzo de 1994, después de la victoria de la derecha, por primera vez en la vida me hice un porro”. La imagen lo presenta sentado y con los codos apoyados en una mesa camilla: en la televisión, Berlusconi parlotea triunfal, mientras el director y actor enciende una trompeta canábica que la ve Louis Armstrong y le compone What a wonderful joint. Después, la película avanza ante otro reto electoral, en 1996. Justo cuando llegan los nuevos comicios, Moretti tendrá a su hijo Pietro y el centroizquierda podría arrebatarle el poder a la derecha. Uno no sabría decir qué le produce más ansiedad, en plena crisis de los 40, si el futuro colectivo o el porvenir de su recién nacido.

El domingo pasado yo no podía versionar ese episodio canábico de Moretti, ya que no puedo volver a desvirgarme en ese terreno, pero sí entendía, y muy bien, ese doble temor. Las elecciones me pillaron, además, en las Rías Baixas gallegas. La jornada de reflexión la pasé visitando el pazo de un narcotraficante (no es que me invitara a café: fue de los Charlines, pero ahora está en manos públicas) y, al lado de la pista de tenis, vi una gorra del PP. Por si fuera poco, el parque infantil de Vilanova de Arousa estaba presidido por un enorme avión de madera, que parecía un guiño irónico al Falcon. Fui a ver la casa natal de Valle-Inclán para intentar salirme del siglo y de la semana electoral, pero ahí solo encontré el subgénero literario que él inventó, y que podría definir el tramo final de la campaña: el esperpento. Todo eran indicios funestos para una victoria inevitable. Un cigarrito de la risa no sé, pero yo me había prometido comerme un centollo (caparazón incluido) si Abascal acababa la noche de vicepresidente.

No fue así y la sensación de alivio, de volver a mirar el mundo bajo otro sol y otra luz me recordó a los paseos en moto de otra película de Moretti: Caro diario. Esta, que cumple ahora 20 años, es una invitación a descubrir la belleza de lo sencillo y la poesía en lo común. Arranca con un bolígrafo Bic azul que escribe en un cuaderno pautado la frase: “Querido diario, hay una cosa que es lo que más me gusta en el mundo…”. En el siguiente plano, entra Moretti a lomos de una Vespa color cobalto y lo seguimos desde atrás, como si fuéramos Audrey en Vacaciones en Roma. Es un 15 de agosto y él nos lleva, de hecho, de paseo por la Roma del ferragosto. Pero no la de los grandes monumentos, sino la del Ensanche. Se fascina con cómo la luz enciende las hojas de los árboles y también las fachadas de las casas (incluso entra en una con la excusa de que quiere rodar una peli; cuando le preguntan de qué va, contesta: “De un pastelero trotskista en la Italia de los 50. ¡Es un musical!”). Se para en un semáforo para darle la turra al conductor de un Mercedes: le dice q ue no es que odie la humanidad, la ama, pero que solo entiende a una minoría. Visita un barrio del que la prensa echa pestes y a él le encanta. Incluso rinde un homenaje a Passolini.

Pero lo mejor del paseo en Vespa llega cuando afirma que lo único que desearía de verdad es bailar bien: “Mirar a la gente bailar está genial, pero bailar es algo completamente distinto”. Entonces aclara que Flashdance le cambió la vida y, justo entonces, llega a la sesión vermú de una verbena. Parejas de todas las edades danzan con hombros y ombligos al aire, tostados al sol, y miran y sonríen radiantes mientras una orquesta toca Buscando visa para un sueño, de Juan Luis Guerra. Moretti, de hecho, sube al escenario y la canta. Desafina, de tan feliz. Y así me sentí el domingo a medianoche.