Teoría de la “conllevanza”
En la encrucijada política actual, que está a expensas de las formaciones nacionalistas periféricas como acaba de verse en el arranque de la legislatura, la orteguiana conllevancia es un reconocimiento de que el conflicto centro-periferia no tiene solución plena: los independentistas no cesarán en su inclinación separatista, que el Estado nunca podrá aceptar. Estamos, pues, condenados a un forcejeo perpetuo, a un ir y venir como el de Sísifo. Pero no seríamos ilustrados ni siquiera inteligentes si no tratáramos de avanzar racionalmente hacia un equilibrio más amical y estable.
Este avance tiene que consistir en una serie de gestos para la paz, incluso una amnistía que permita superar el incruento conflicto y que parece estar en la clave de los acuerdos del PSOE con ERC y JxCat. Pero también en una reforma del Estado, previa declaración y reconocimiento de que una fracción de un estado moderno y democrático no posee el derecho de autodeterminación, en el sentido que figura en lo tratados internacionales relativos a procesos de descolonización (se trataría, en suma, de transcribir la sentencia del Supremo canadiense que dio origen a la ley de Claridad, que contuvo las ansias soberanistas de Québec). Esta reforma debe servir para zanjar una situación de inconcreción y vacío legal que es terreno abonado para las reclamaciones periféricas, que por lógica no pueden ser ilimitadas. Hay que realizar un cierre competencial que nos entregue un sistema federal a la alemana, que ponga fin a los forcejeos entre distintos niveles de gobierno y administración. Hay que establecer asimismo un pacto fiscal, que financie holgadamente, con un ingrediente redistributivo bien tasado, el complejo competencial autonómico y que tienda consensuadamente a mitigar desigualdades. Y hay que resolver de una vez la cuestión lingüística, poniendo al Estado al frente de una explotación cabal de esta riqueza cultural, que ha de ser valorada y armonizada con los gustos ciudadanos y compartida con magnanimidad e inteligencia.
Junto a estas tres iniciativas incluidas en la reforma pendiente, sería necesario redistribuir y desconcentrar el poder material y visible del Estado. La capitalidad habría de ser al menos doble —Madrid y Barcelona—, los ministerios inversores podrían residir en comunidades autónomas adecuadas, las instituciones europeas, universitarias e investigadoras, filantrópicas, etc., habrían de formar una malla que abarcara a toda España. Si se acercan las posiciones, la conllevancia se facilitará, y quien sabe si al final del camino amigable será felizmente innecesaria.
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