Poner la vela donde sopla el viento o encauzar el viento por donde está la vela

José Manuel Otero Lastres

José Manuel Otero Lastres

Escribió Antonio Machado, en su Juan de Mairena, que, “en el campo de la acción política, que es el más superficial y aparente, solo triunfa quien pone la vela donde sopla el aire; jamás quien pretende que sople el aire donde pone la vela”. Y más adelante añade “si se tratase de construir una casa, de nada nos aprovecharía que supiéramos tirarnos correctamente los ladrillos a la cabeza. Acaso tampoco, si se tratara de gobernar a un pueblo, nos serviría de mucho una retórica con espolones”. Ambas afirmaciones son plenamente aplicables a nuestra realidad política actual, enzarzada en plena investidura.

Se han renovado las Cortes Generales, el pueblo español ha elegido, pues, mediante sufragio universal, libre, igual, directo y secreto a los Diputados y Senadores. Y todo hace pensar en que los recién elegidos seguirán tirándose a la cabeza los ladrillos que están acopiados para tratar de construir la España de los próximos cuatro años. Y sobre la retórica con espolones basta con significar la displicente actitud del PSOE a la oferta constitucionalista que hizo Núñez Feijóo a Pedro Sánchez en su reunión del pasado miércoles. Frente a la propuesta de Feijóo de alumbrar una legislatura de dos años con seis pactos de Estado sobre cuestiones, la respuesta no se basó en un estudio razonado de la misma, sino en convertir la cuestión en un asunto de tipo personal del señor Feijóo: “lo que quería era salvar su pellejo”.

Las relaciones entre los partidos políticos con posibilidades de alcanzar el poder son cada vez más tensas y han alcanzado un grado de crispación que no parece fácil de abandonar en el futuro. La bronca política ha venido para quedarse. El entendimiento básico “entre los principales sectores políticos del país” del que hablaba el Rey Juan Carlos en su discurso ante las Cortes Generales del 27 de diciembre de 1978 duró apenas 40 años. Y remarco lo de “los sectores políticos del país” porque tengo para mí que están más crispados algunos de nuestros políticos que los ciudadanos del montón.

No creo que sea muy provechoso dedicar las líneas que siguen a señalar quién es el principal culpable de la actual irritación de nuestra clase política. En nada mejoraría las cosas. Pero sí parece que desde la última legislatura hay dos modelos de actuación política: la de los que ponen la vela donde sopla el aire y los que pretenden encauzar el aire y poner allí la vela.

En el primer modelo se trata de ponerse a favor de viento, venga de donde venga, y sin que importe si es un vendaval que puede arrasar incluso con los cimientos de nuestro Estado de Derecho. El segundo modelo consiste, en cambio, en la actitud positiva de conducir el viento para que pase por donde está la vela, lo cual significa encauzar el viento por entre los límites de la Constitución, pero sin rebasarlos.

Tras las recientes elecciones el viento sopla desde la atalaya de la izquierda, incluida la radical, y los partidos independentistas. Es un viento racheado con intensidad variable. Y parece que alguna de esas rachas tiene tal fuerza que son un auténtico vendaval que amenaza con derribar algunos principios constitucionales.

Pues bien, como actualmente el viento viene desde la izquierda y los independentistas, el candidato que tiene más posibilidades de triunfar en la investidura es el que está dispuesto a darles todo lo que pidan a cambio de la confianza necesaria para obtener la presidencia del gobierno. Lo cual supone admitir que la vela no está en el campo de los intereses generales, sino en el de los intereses particulares del candidato “dadivoso”: doy todo lo que sea con tal de que me siga llevando el viento.

Acoger este modelo exige, sin embargo, partir de una determinada concepción de la ley, que se caracterizaría, no por poseer un contenido cierto y seguro, sino muy flexible y fácilmente adaptable. En esta concepción de la Ley no importaría lo que dice, sino si se puede adaptar su contenido a lo que convenga que diga, de acuerdo con los intereses del que negocia el poder. De tal suerte que, si hay que modificarla, se modifica, como sucedió con los indultos y la malversación; y si hay que “estirarla” para decir lo que no dice e incluso lo que prohíbe, se estira como parece que será la próxima Ley de Amnistía exigida por Puigdemont.

En esta labor de creación de la que parecería una “Ley chicle” (“la ley dice lo que yo necesito que diga”) colaboran juristas que son adeptos a la causa, y los medios de comunicación pesebristas en la posterior difusión masiva de sus bondades para el pueblo por su progresismo.

El resultado final de todo esto es que la ley no es fruto de una firme y determinada voluntad popular libremente configurada y sin estar constreñida por la necesidad de obtener el poder a toda costa, sino por ser el resultado de “maniobras” de cirugía jurídica para construir un monstruoso Frankenstein que diga lo que necesita el poder que diga con el fin de que la ley en cuestión sirva de moneda de cambio para la conquista del poder.

Salvo un milagro de sensatez, parece que volverá a triunfar en esta ocasión el que está dispuesto a poner la vela donde sopla el viento y de a los que soplan todo lo que pidan. Pero, aunque así fuese, no habría que abandonar la tarea de encauzar el viento hasta donde está la vela constitucional. Porque hay que proscribir a los políticos que elaboran las leyes chicle para que sirvan de contrapartida a cambio del poder, aunque eso erosione el Estado de Derecho.