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Gestionar las lenguas

Antonio Papell

Antonio Papell

El mito de la torre de Babel considera la multiplicidad de lenguas un castigo divino a la soberbia de los descendientes de Noé, que quisieron edificar una torre tan alta que retara en grandeza al bíblico Creador y llegase a tocar el cielo. Arnold Toynbee puso de relieve la paradoja de que, mientras en el Antiguo Testamento la proliferación de idiomas aparece como un tormento y un castigo divino a los arrogantes constructores de la torre de Babel, el primer atributo que los Apóstoles recibieron en Pentecostés fue el don de lenguas.

La realidad es, como cabe imaginar, menos fabulosa y mucho más prosaica, y, una vez nacido el homo sapiens en el límite de la evolución, cada grupo humano de nuestros ancestros improvisó un lenguaje para comunicarse, que fue fracturándose y evolucionando con el tiempo, hasta hoy. Muy modernamente, el lenguaje se ha convertido racionalmente en el soporte cultural de las naciones, cuyo engrudo está formado precisamente por la etnia y el idioma. Con el devenir de la humanidad, el lenguaje ha añadido a su función instrumental —la capacidad de entendernos— su valor cultural. “La mayoría de los estudios que se ocupan de los nacionalismos [ha escrito Ramón Alvarado, de la UAM] atribuyen al lenguaje —al idioma común— un lugar central en la construcción de las identidades nacionales. En otras palabras, confieren a la lengua un rol de primera línea en la conformación de la Nación-Estado. Se le considera un ingrediente básico de ese compuesto que son las naciones: historia y territorio, lengua y cultura comunes”. Sin embargo, en esta centralidad lingüística se perciben claramente los acentos ideológicos del tardío Iluminismo y del Romanticismo. Las concepciones de la lengua forjadas por estas corrientes de la filosofía y la estética occidentales gozan aún, en la actualidad, de enorme influencia. Subsisten en la idea, comúnmente aceptada, de que la lengua es prueba irrefutable de una identidad nacional.

La humanidad, sin embargo, está al borde de vencer la dispersión babélica. La Inteligencia Artificial ya nos ofrece en fracciones de segundo traducciones de gran calidad y están en marcha los sistemas informáticos que nos permitirán hablar en nuestra lengua de modo que el interlocutor nos entienda en la suya, y viceversa. La idea del esperanto, la lengua “planificada internacional” que, en su concepción utópica, había de ser conocida y utilizada por todos para resolver definitivamente la dispersión babélica y facilitar la globalización (aunque este concepto es muy posterior al invento lingüístico decimonónico de Zamenhof), dejará de tener sentido una vez que la traducción sincrónica en tiempo real haya dejado de ser una utopía para convertirse en practicable y mecánica realidad.

Pero esta función comunicacional de la lengua no es relevante políticamente: la disputa nacionalista engarza con la cuestión nacional, no con la comunicación humana. Y la admisión de las lenguas periféricas en la sede de la soberanía tiene una importancia sobre todo simbólica, porque felizmente nuestros ancestros ‘inventaron’ ya nuestro particular esperanto que es el castellano. Pero ese simbolismo es relevante, puesto que muchos españoles tuvieron/tuvimos precisamente esas lenguas cooficiales como idioma materno. Aprendimos con él a balbucir, a hablar, a leer, a amar, a socializarnos. Y aunque en prácticamente en todos los casos el bilingüismo haya enriquecido la filiación, no hay motivo para excluir unas lenguas que son también herramientas de cultura.

Ahora bien: aunque los problemas babélicos estén a punto de resolverse, la plena comunicación solo existe cuando dos interlocutores hablan en la misma lengua, conocida a fondo hasta los últimos recovecos. De ahí que, por pura racionalidad, los grandes debates parlamentarios españoles deberían hacerse en español porque sería estúpido no aprovechar la propia realidad que nos permite prescindir de traductores, humanos o digitales. Pero para muchos ciudadanos, es importante que las lenguas que fueron postergadas y aun perseguidas por las últimas dictaduras resuenen en los venerables muros del Palacio de las Carrera de San Jerónimo. La grandeza de la democracia estriba no en el imperio de las mayorías sino en la delicadeza sutil con que trata a las minorías. También en este apartado tan sensible.

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