Cuando la voz no muere

José Manuel Otero Lastres

José Manuel Otero Lastres

Las líneas que siguen no son un obituario o una necrología. Y ello porque, aunque en ellas comento la noticia del reciente fallecimiento de Pepe Domingo Castaño, me voy a detener más en lo que nos deja y en la reacción de los que nos quedamos que en glosar los distintos aspectos de su fructífera vida.

Escribió Antonio Gala que “la vida es una enrevesada continuidad de rupturas; un rumor de manos agitadas diciendo adiós”. Es verdad, siempre que miremos las cosas desde nuestra perspectiva. Porque somos los que nos quedamos, los que sufrimos la ruptura que supone la marcha de los que se van, y son nuestras manos las que se agitan para decirles adiós.

Es sabido que las muertes de las personas que nos rodean son más frecuentes cuanta más edad vamos teniendo. Con esto no quiero decir que la muerte no sea cosa de jóvenes, lo es porque no elige a sus víctimas por la edad. Se lleva la vida de los que quiere. Ni tampoco se puede sostener que es traicionera. Porque todos sabemos que vendrá. Sobre esto no hay duda. Y donde hay certeza, no queda espacio para la traición. Tal vez lo que se quiere decir es que, a veces, la muerte se presenta inesperadamente. Pero que la espere o no el elegido, o los que nos quedamos, no es cosa de la muerte misma, sino de los humanos.

El fallecimiento de Pepe Domingo fue una brusca ruptura, no una más, sino de las muy dolorosas, como otras no muy lejanas de otros dos grandes amigos míos. Pero en el de Pepe Domingo fue verdaderamente inesperado. Al menos para mí. Había estado con él y con Tere, su mujer, varias veces a lo largo del verano en nuestra inolvidable Mera, y durante el tiempo que compartimos, más largo en las cenas y más reducido en los cafés y aperitivos que tomábamos en La Perla, su aspecto era inmejorable. Estaba rebosante de salud, y con la animosa y envidiable vitalidad de siempre. Por eso cuando al amanecer del pasado domingo oí en la COPE la noticia, mi asombro, primero, y el encogimiento inmediato que sufrió mi espíritu, a continuación, golpearon mis sentidos.

Esa tarde en el Tanatorio de Pozuelo Paco González, su gran amigo y compañero más cercano, me hizo reparar en que parecía como si durante el último año Pepe Domingo se hubiera estado despidiendo de todos: sus amigos y sus oyentes. Lo apuntaba porque, como seguramente sabrán (ya que tuvo un enorme éxito), Pepe Domingo publicó Hasta que se me acaben las palabras, obra literaria que fue presentada en muchas ciudades y, según Paco, fue en esos actos públicos donde fue agitando sus propias manos para decirnos adiós.

En este mismo diario publiqué el 17 de abril de 2022 una reseña de esa obra, de la que me permito reproducir el siguiente pasaje porque es un buen resumen de lo que fue profesionalmente: “Pepe Domingo también es un comunicador, pero sus pensamientos no cabalgan sobre caracteres tipográficos impresos en pliegos de papel, sino sobre el viento que se llevaba las palabras. Salvo la presente obra narrativa, el grueso de sus pensamientos se transmitió a través de las ondas, algunas de las cuales quedaron prendidas en nuestros recuerdos, y allí siguen. Pero su vida nos interesa porque, a pesar de su modestia, está en la cima de su profesión. ¡Es de los mejores en lo suyo! Y lo suyo es mucho y muy variado, lo cual siempre se traduce en una legión de seguidores”.

Estas dos últimas reflexiones me llevan a detenerme en dos puntos que considero relevantes. El primero tiene que ver con el título de esta reflexión: “Cuando la voz no muere” y el segundo son las enormes muestras de cariño y de admiración que despertó entre todos.

Con respecto al primer punto, pienso que hay una estrecha relación entre el recuerdo y la vida de después de la muerte. En la Carta a Miguel que le escribí a mi padre a principios de los 80 del siglo pasado, que falleció cuando yo tenía 3 años, le decía: “Para esto sirve ser padre. Para vivir aún después de muerto. Morir, dejando vivos con tu sangre, es vivir fluyendo en su recuerdo.” Pues bien, si escribiera ahora un trasunto de esta carta a Pepe Domingo le diría: “Para esto sirve ser un número uno. Para vivir aún después de muerto. Morir, dejando una legión de seguidores, es vivir fluyendo en su recuerdo”.

Pues de eso se trata. Pedir a los responsables del programa, Tiempo de Juego, que se siga usando su voz para repetir cada vez que se considere oportuno su ya popularizada frase “¡Hola, hola!”. Si se reitera esta expresión al comienzo de cada programa, la sedosa y suave voz de Pepe Domingo no se irá nunca y de este modo cada vez que la escuchemos lo haremos revivir en nuestro recuerdo.

A lo dicho, deseo añadir que solemos ser tan parcos en el elogio hacia los vivos como excesivamente generosos con los muertos. Afortunadamente, en vida, Pepe Domingo fue objeto de un merecido reconocimiento, tanto en Padrón, donde en marzo del presente año le pusieron su nombre a la Plaza de As Travesas, como tras su muerte en todos los medios y a todos los niveles: lo han llorado lo mismo los más grandes y poderosos que los oyentes más humildes. Y fueron lágrimas sinceras, de admiración, de cariño, de respeto y, en definitiva, de empatía.

Como escribí en la mencionada reseña de su libro, Pepe Domingo se convirtió con el tiempo en una variedad de junco humano resistente que pudo doblarse sin romper ante fuertes ventarrones y vendavales que lo sacudieron. Se nos acaba de ir el “Señor de las Ondas”, pero con una vida tan fructífera que se ha convertido en una especie de “patrimonio de la audiencia radiofónica”, a quien recordaremos con todo nuestro cariño durante muchos años.