El desliz

Yolanda Díaz, o yo misma, en la peluquería

Pilar Garcés

Pilar Garcés

Como todos los jueves de fin de mes, estoy esperando a que abran la barrera de la peluquería para arreglarme el color. Señores como Alfonso Guerra todavía no se han tirado el primer pedo de la mañana, y hasta aquí hemos llegado después de: hacer los desayunos, la cama, preparar cuatro fiambreras con meriendas saludables para los niños y otras dos para mí, vaciar el lavavajillas, leer el Diario en papel, repasar online a la competencia y el nacional al que estoy suscrita, ducharme, acompañar a los niños a la escuela y coger un autobús al centro escuchando las noticias y la tertulia de la radio. “¿Te traigo el ¡Hola!?”, me pregunta mi peluquera, que lo es desde hace dos décadas porque quien encuentra una profesional compatible con un cabello castigado y encrespado tiene un tesoro. “No gracias, no me vaya a tropezar con Felipe González en la fiesta de un magnate sudamericano. Tengo correos de curro que leer, whatsapps para contestar y el libro electrónico”. En la silla de al lado hay una empresaria con la cabeza envuelta en papel de aluminio que imparte órdenes con el manos libres, y junto a ella una abogada en el secador, concentrada en su móvil con las patillas de las gafas envueltas en plástico. En la zona de caballeros dos clientes charlan sobre su nueva vida tras la prejubilación a una edad envidiable. En el lavacabezas reflexiono: “Tú que eres del gremio, ¿por qué se afea a las mujeres de izquierdas que cuiden su aspecto, como le ha pasado a Yolanda Díaz, y no a las de derechas?”. “Si lo dices por Guerra, él había pasado por maquillaje y peluquería antes de soltar su exabrupto en la tele. Llevaba más colorete que Susanna Griso, que estuvo bastante tibia en la réplica, la verdad”. A la vicepresidenta ya la retrató la prensa ultraconservadora haciéndose la pedicura, como si cortarse la uñas de los pies constituyera una inmoralidad, un gesto de hipocresía o un delito que la incapacitara para firmar leyes y negociar con los próceres del empresariado. A diestra y siniestra, no le perdonan su estilo impecable. Una ministra despeinada parece ser más fiable que otra que luzca un pelazo.

Hace varios lustros, la alcaldesa socialista del municipio mallorquín de Calvià Margarita Nájera repartió entre sus conciudadanas bonos para ir a peluquerías del municipio, y recibió un aluvión de críticas. Le acusaban de tirar el dinero público en tonterías superficiales, pues ese montante se podía dedicar a cosas más importantes. Ella defendió que precisamente se trataba de proporcionar a las mujeres un respiro personal e intransferible, pues si les entregaba una cantidad fija seguro que atendían primero a las necesidades de los hijos o de la casa, acostumbradas como están a relegarse. De la peluquería sales mejor que entras, esa es una verdad incuestionable. “Aquí subimos la autoestima. Si te ves bien, te sientes mejor”, coincide mi peluquera antes de ofrecerme un masaje capilar que rechazo para llegar puntual al trabajo. Dejadnos en paz en la peluquería, ese rato propio que no es asunto de nadie, ni nos desmerece, ni perjudica al PIB. “Tú que tratas con tanta gente, ¿por qué crees que los políticos de izquierdas cuando cumplen años se vuelven de derechas, pero los de derechas nunca se vuelven de izquierdas?”, me despido de mi peluquera. “Qué te voy a contar yo a ti de los cambios hormonales”, responde riendo. Ya, que no te conoce ni la madre que te parió, como dijo de España Guerra cuando todavía merecía la pena escucharle.

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