En la frontera

Daniel Capó

Daniel Capó

En la frontera con Canadá, me puse a hablar con un iraquí que nos haría de guía durante aquella jornada en que nos íbamos a adentrar en la naturaleza salvaje de los Estados Unidos. Me sorprendió que la empresa que contratamos nos hubiera asignado un cicerone que claramente no dominaba el inglés. En todo caso, fue una suerte: no sólo por su profesionalidad, sino por su biografía. ¿Cómo y por qué había llegado a los Estados Unidos? La respuesta era casi obvia: su colaboración con el ejército americano durante los años de la invasión de Irak (como traductor, nos explicó, y quién sabe si como espía también) le convertía en un candidato ideal para ser liquidado por la insurgencia, una vez que Washington abandonara el país. Pensé que debía de ser cristiano o judío —no en vano Bagdad figuraba entre las ciudades históricas del judaísmo hasta bien entrado el siglo XX—, o que debía de pertenecer a alguna otra minoría religiosa de la región; pero iba equivocado: era musulmán, aunque con componentes teosóficos favorables a una religión universal. Era un hombre curioso que guardaba muchos secretos, también atormentado, a pesar de la sonrisa casi perenne que iluminaba su rostro. Entendí que el visado norteamericano —o quizá fuera un pasaporte— constituía el pago por los servicios prestados, un acto de lealtad en definitiva. La letra menuda de la Historia la escriben estos hombres.

Yo viajaba con mi familia y con un amigo estadounidense. Nuestro guía había crecido en Afganistán, donde su padre ejerció de espía —la primera generación de la CIA— en la frontera con la URSS, hasta que el periódico Pravda desveló su nombre y tuvieron que huir. Los secretos se acumulan en las familias y, a menudo, ni siquiera los hijos logran desvelar todas las claves que esconde el pasado. Javier Marías noveló de forma asombrosa algunos de estos misterios en sus últimas obras: Berta Isla y Tomás Nevison. El silencio restaña algunas heridas; aunque deja abiertas otras, que acaban siendo incurables. Natalia Ginzburg consideraba ciertos tipos de silencio como pecados mortales. Sin embargo, la literatura —y, por tanto, la humanidad— está llena de estos pecados.

Hay una melancolía característica del hombre que ha visto demasiado: eso pensé entonces, cuando llegué al hotel y mis hijos nadaban en la piscina. Había salido a dar paseo y me había encontrado con un crooner de los años 80 que recorría las calles de aquella localidad, tal vez buscando a alguien con quien conversar. Al decirle que era español, tarareó una canción de los Panchos. El mundo es un lugar realmente asombroso —pensé—; aquí, perdido en la frontera, me muevo entre antiguos espías y crooners. Me pregunté si me estaría tomando el pelo, pero más tarde pude comprobar que no y que además había sido humorista en los clubes de la comedia neoyorquina, antes de que el olvido cayera sobre él. Una muchacha tocaba el piano en un parque, otros jóvenes jugaban al ajedrez o al tenis de mesa. Las ardillas correteaban por los jardines, curioseando entre los niños. Fotografié a una familia amish asomándose a la frontera. Caminaban solos, ajenos al mundo, guiándose únicamente por la mirada. ¿Qué habrá sido de ellos? ¿Qué buscaban? Aquella noche cenamos en una escuela de hostelería donde fuimos los únicos clientes. El camarero que nos atendió anhelaba irse de aquel pueblo y vivir en la ciudad. La realidad constituye también un estado mental. Bajo las apariencias, se ocultan los pensamientos y las ideas.

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