Sandías y bombas en Palestina

Miqui Otero

Miqui Otero

Escribió George Eliot en su Middlemarch que un pedante es ese que da su opinión en todo momento y sin recibir dinero a cambio. En momentos de crisis internacionales especialmente graves uno piensa que, más que cobrar, mucha gente debería tener que pagar antes de soltar sus eslóganes.

Otro escritor, Kurt Vonnegut, que vivió en carne propia el bombardeo de Dresde, escribió a finales de los 60: “No hay nada inteligente que decir sobre una matanza. Después de una carnicería solo queda gente muerta que nada dice ni nada desea; todo queda en silencio. Solamente los pájaros cantan. ¿Y qué dicen los pájaros? Todo lo que se puede decir sobre una matanza; algo así como Pío, pío, ¿pi?”.

A pesar de recurrir a estas dos citas en momentos de inflación opinadora, de aleteo constante de gente piando en las redes y de ansiedad geopolítica, la matanza actual no ha acabado aún, sino que parece que apenas se despereza. Y uno no puede dejar de hablar (de pensar) sobre lo que no querría hablar, sobre lo que es difícilmente empalabrable.

Dado que se debate sobre algo tan demencial como el brutalísimo ataque terrorista de Hamás y la enloquecida e inmoral reacción de Israel, uno piensa que tiene que volver una y otra vez a la casilla de salida. Un territorio progresiva e ilegalmente tomado década a década, al que se le sabotea el acceso al agua y al que se deja sin energía, al que se le niega el color y se le cancela la posibilidad de existencia, donde se alientan a los peores grupos de su resistencia, que mangonean con códigos morales remotos a los suyos y que contestan con una acción brutal e inhumana que desencadena (según algunos, estupendos y tozudos ellos, impermeables a cada nueva noticia, justifica) la peor reacción violenta en setenta años (y que podría salpicar al resto del mundo). Decir eso, una y otra vez, avalado no por el entusiasmo imbécil del like, ni con ánimo ganador, sino porque una miga de verdad no es definitiva, pero sí decente.

Y aun así, uno se siente incómodo opinando desde la paz doméstica sobre algo tan demencial, aunque la inercia que toma el conflicto vuelve imposible no hacerlo. Así que recurre a la mirada de una adolescente.

Estos días ando, junto a mi socio Juan Pablo Villalobos, impartiendo un taller de escritura para muchachos y muchachas del Raval. Lo coordina Blackie Books y las sesiones las celebramos en La Central, muy cerca de donde los alumnos van al instituto. Uno de los cuentos se titula La libertad que nos daba la sandía. En el arranque, se plantea una escena casera en el verano de 1965, en Palestina. Un padre llama a una niña para comer una sandía. La familia la come sin pepitas “por miedo a que las semillas crezcan en el estómago”. La narradora recuerda despedirse con besos en la cabeza de los abuelos: “El curioso olor del velo de mi abuela, mezcla de su fragancia corporal y lavanda, y el de mi abuelo, a su huerto, su pequeño mundo, especialmente a lirio”. Los detalles son importantes, para razonar, para entender, para no ser un cretino. Domina esa situación un “perfume de azahar”, una esencia que “ahora es de lucha” y que “será de nostalgia”, ya que, por culpa de las ocupaciones, la gente abandona los huertos “porque solo los podría regar con sus lágrimas saladas”.

A continuación, estamos en 1967, en un escenario casi derruido. La autora no lo dice, pero estamos después de la Guerra de los Seis Días, cuando, entre otras cosas, se prohíbe la exhibición e izado de la bandera palestina. Un pueblo que no existe no tiene territorio, ni, por tanto, bandera. Ahí, tras las bombas, toma protagonismo la sandía: “Los civiles originarios deciden colgarse un trozo de esa fruta que ostenta los colores de la bandera”. Negro, blanco, verde, rojo. Dura por fuera, acuosa y frágil por dentro. Como ese gesto.

El cuento sigue y alcanza a una nueva generación que lo escribe desde el Raval, “refugio para aquellos a quienes se les quitó todo aquello que los separaba por un río, un mar o un alambre mortal”. Para poder participar en este taller, se convoca un concurso previo, meses antes. Así que esto se escribió no ahora, al calor de la escalada, sino hace aproximadamente un año. No daré el nombre de la autora, ya que aún está trabajando en el relato. Solo diré que su nombre, muy habitual en ciertos países árabes, significa “el brillo de la luna» o, según otros, “larga vida” o “vida próspera”.

(Horas después de escribir esto, centenares de muertos en un hospital de la Franja).

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