El referéndum de la claridad

Antonio Papell

Antonio Papell

Los nacionalismos étnicos que surgen en las democracias desarrolladas muestran serias diferencias entre ellos pero la mayoría pivota en torno a dos elementos: aspiran a la independencia de su territorio con mayor o menor realismo y pretenden dirimir su autodeterminación en un referéndum pactado con el Estado que haga viable la secesión. Es siempre tan monótono el ideario que resulta agotador debatirlo. Pero como la cuestión del referéndum ha vuelto a salir a la palestra en España con ocasión de la próxima investidura presidencial, no queda más remedio que darle una nueva vuelta para que todo se aclare definitivamente.

De momento, los nueve expertos que habían recibido el oportuno encargo han entregado al presidente de la Generalitat, Aragonés, una respuesta, que recoge cinco propuestas distintas de referéndum. La primera, denominada “referéndum de inicio en el territorio subestatal”, consiste en consultar a la ciudadanía de Cataluña sobre “la conveniencia de que el Parlament iniciara un proceso de reforma constitucional” para contemplar la independencia o un cambio en el encaje territorial. La segunda, también de ámbito subestatal, sería un “referéndum de ratificación” que consultaría a los catalanes sobre “un acuerdo político previamente cerrado sobre la independencia o una nueva acomodación en el seno del Estado”. Este el modelo sobre el que actualmente trabajaba la mesa de diálogo entre Madrid y Barcelona.

La tercera vía sería un “referéndum de inicio en el conjunto del Estado”. En él, sugieren, se podría preguntar al conjunto de la ciudadanía española si estaría de acuerdo con que, bajo el amparo del artículo 92 de la Constitución, el Gobierno autorizara una consulta a Cataluña, bien sea sobre la independencia o sobre otro tipo de solución al conflicto de soberanía. La cuarta posibilidad es la versión nacional de un “referéndum de ratificación”; es decir, se sometería a las urnas un acuerdo cerrado por los representantes políticos sobre la soberanía recurriendo a los procedimientos de reforma constitucional de la Carta Magna. La quinta y última fórmula es una combinación de las anteriores e implicaría un referéndum a nivel catalán y otro a nivel nacional.

No es lógico que los expertos no se decanten por un referéndum “subestatal” o “estatal”, ya que aquel no es viable jurídicamente y este al menos reconocería que la soberanía nacional es una e indivisible, y solo la totalidad de la nación española podría autorizar el desmembramiento de un territorio. Pero hay que reconocer que es un avance que —al menos— los constitucionalistas se atrevan a desanimar a sus mentores acerca de la posibilidad en España de un referéndum a la irlandesa. El Reino Unido no tiene Constitución escrita y los entes que lo forman pueden pactar entre sí lo que apetezcan. Pero la fórmula no es exportable a los estados que sí han constitucionalizado sus regímenes democráticos, como es el caso de España.

El derecho de autodeterminación no existe más que en territorios coloniales o esclavizados. Y ninguna Constitución democrática prevé la secesión de un territorio. La tan mentada ley de Claridad canadiense, que aquí quiere imitarse, deniega la autodeterminación y establece que no solo el territorio que aspira a la independencia debe opinar sino también todos los demás del país, puesto que la secesión afecta seriamente al conjunto.

Cataluña participó desde el primer momento y con gran intensidad en el proceso constituyente. Se debe, pues, a las leyes y reglas que solemnemente ha ratificado. Y en ellas está el camino de que se culmine esta aspiración sobrevenida de la independencia, que solo podría llegar a través de una francamente improbable reforma constitucional que habilite la secesión y autorice a un territorio a plantear el dilema a su ciudadanía. Un camino tan tortuoso e intransitable que quizá no merezca la pena emprenderlo.

En definitiva, el soberanismo debe archivar el concepto de unilateralidad, que significa que cada cual es dueño de utilizar sin límites su libre albedrío. Entre todos, hemos generado unas unidades administrativas y políticas, las hemos dotado de unas normas democráticamente establecidas y aspiramos a vivir en paz y en libertad. Se puede planear cualquier mudanza, pero sin olvidar que formamos parte de un organismo vivo al que pertenecemos por propia voluntad. Parece que nuestros soberanistas están empezando a entenderlo.

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