Océanos de nada

Juan Tallón

Juan Tallón

Hay semanas que son océanos, o desiertos —es lo mismo—, porque no acabas de atravesarlas. No consigues hacer nada provechoso de verdad, así que te da por pensar que, si transcurre esa semana rápidamente y empieza una nueva, cambiará tu suerte, y al menos darás una. Pero basta que quieras que algo pase enseguida para que se ralentice. El mundo, después de todo, está pendiente de ti, existe porque existes tú primero, y nada le importa más que estar pendiente de uno, ya sea para satisfacerlo o para, como en este caso, joderlo vivo. Las semanas hacen esta clase de cosas. Me pregunto qué les hemos hecho para que de vez en cuando nos traten con tanta indiferencia, cuando no aborrecimiento.

A veces haces una sola cosa bien hecha e intuyes la plenitud. Pero otras, ni una triste, modesta cosa sacas adelante. Y peor: ni siquiera se te ocurre nada en lo que gastar el tiempo y, por lo menos, engañarte a ti mismo. Hace ya mucho que sabes que no es tan terrible mentirse un poco a uno mismo. La ausencia puntual de ideas, resultados, planes, genera esperas insufribles. Puedes llegar a sentirte como Pierre Bezujov, el héroe rico de Guerra y paz, cuando dice que su único conflicto es que “no sé a qué dedicarme”.

En este clima, arrojado al desierto o el océano de un miércoles, le puse un mensaje a amigo simplemente para matar el tiempo: “Qué haces, tío. Yo nada. Pero nada”. Creo que maté casi un minuto. Tardó dos horas en responderme. “Yo tampoco”, dijo, sin entrar a fondo en la nada. “Me parece que me voy a suicidar”, comenté enseguida, con alegría. Pero él ya se había ido de whatsapp, sin añadir siquiera el moji de los ojos abiertos como platos. Su silencio —quizás él sí se había ido a suicidar de verdad— me hizo volverme hacia Alexa y preguntarle qué podía hacer para divertirme, y, dado que justo esa semana se prestaba, por el aniversario, quién creía ella que había matado de verdad a Kennedy.

A lo largo del miércoles también debí de preguntarle treinta veces “¿Alexa, qué hora es?”. En momentos de máximo vacío, con todo el océano acechándote, saber en qué hora andas cada cinco minutos adquiere una relevancia no del todo despreciable. Me fue imposible no sentirme como varios acusados de la Gürtel, a quienes durante el primer día de juicio se vio consultando el reloj en numerosas ocasiones, muertos de aburrimiento, mientras la secretaría judicial empleaba una hora y veintitrés minutos solo en leer la lista de todos los delitos que se le imputaban y las peticiones de pena.

Es desesperante que no te salgan los planes, pero a fuerza de que eso sea exactamente lo que pase a menudo, te acostumbras a la desesperación. Todos nos vemos obligados a encontrarle el lado bueno a las cosas malas. Es algo que no para de ocurrir en millones de vidas. Descubres algunas mañanas el optimismo donde no lo hay, y tras una racha horrible te vienes arriba, no sabes cómo, y de pronto exclamas: “Mejor imposible”. Ficciones así construyen el túnel que lleva de las malas semanas a las buenas.

Suscríbete para seguir leyendo