Inventario de perplejidades

Sobre los huevos que faltan

José Manuel Ponte

José Manuel Ponte

El peor insulto con el que unos escolares podían despreciar a otros era llamarles gallinas. “Eres un gallina y una nenaza y cuando salgamos de clase te voy a partir esa cara de bobo que tienes”.

En el Bachillerato franquista no se conocía el significado de la palabra “vulnerable”, pero antes de recurrir al diccionario es seguro que por pura intuición la hubiéramos asimilado a “pelota”, “chivato”, “afeminado”, “traidor” y, por supuesto, a “maricón” y a “hijo de puta”, que se empleaban para la definitiva declaración de guerra.

Había muchas palabras insultantes en circulación y a los aprendices de machista les gustaba paladearlas como si fueran los famosos pirulís de La Habana, aquel puntero azucarado de vivos colores sostenido con un palito que fue el precursor del Chupa-Chups (el arma secreta que utilizó el entrenador holandés Cruyff para poner nervioso al entrenador del Superdépor, Arsenio Iglesias, y arrebatarle el campeonato de la liga española en el último minuto).

En un país donde estaba prohibido casi todo empezando por la blasfemia, un desahogo castigado con una multa, los piropos a las mujeres inspiraban parrafadas de dudoso gusto. Pasar por debajo de un andamio era riesgo seguro de recibir desde lo alto una catarata de procacidades. No conozco estadísticas sobre el número de muertos o lisiados como consecuencia de accidentes provocados por obreros que perdieron pie al asomarse al abismo cuando jaleaban a una mujer guapa.

El soberbio escritor portugués Eça de Queirós sostenía que los españoles eran tan valientes como inconscientes y que despreciaban el valor de su cuerpo a la hora de someterlo a un peligro (valgan como ejemplo los festejos de San Fermín en Pamplona, donde la multitud corre delante de los toros por unas calles estrechas y resbalosas y es milagroso que no muera nadie).

En su rusticidad agobiante, los machistas creen todavía que el peor de los pecados que puede cometer un hombre es reproducir sensibilidades propias de las mujeres. ¿Qué cosa habrá más denigrante que llamarle “niña” a un “niño”? O como les ha dicho con desprecio infinito el dirigente de Vox Ortega Smith a la cúpula del PP que son unas gallinas ponedoras, cuando lo que se necesita en esta hora trágica para la nación española son gallos de pelea. Como seguramente es el mismo Ortega al agitar la cresta y dar unos pocos pasos nerviosos mientras vigila que las gallinas de su corral no se distraigan de su importante tarea reproductora. Después se explayó en una confusa explicación sobre las gallinas ponedoras y su escasa aportación de huevos a la causa, pese a todo la inmensa mayoría entendió que el mensaje de Ortega era un grito desesperado de patriotismo del bueno dirigido a los votantes del PP. El partido que fundó y refundó don Manuel Fraga pasa por un momento, peligroso, de ambigüedad. Tras el apuñalamiento de Casado, retirado el anuncio de Se vende de la sede de Génova 13 y entretenidos los socialistas en querellas internas, parecía llegada la hora de Feijóo (un candidato de consenso, es decir, que no molestaba demasiado a la ambición de los que esperaban en la sombra su turno). Según datos que manejaban las empresas de sondeos, daban una clara ventaja al PP, pero al tratarse de una monarquía parlamentaria serían los diputados y diputadas quienes le entregasen la llave de La Moncloa al socialista Pedro Sánchez. La casualidad suele gastar bromas pesadas. Como dijo don Federico Trillo cuando presidía el Congreso: “¡Manda huevos!”. De gallinas ponedoras, por supuesto.

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