Cerebro a cucharadas

José María de Loma

José María de Loma

El domingo, Vargas Llosa anunció que dejaba el columnismo. El miércoles murió Antonio Burgos. No cabe duda que hay dos incentivos menos para leer la prensa. Cuando un articulista palma o deja de escribir se agranda el silencio. Esto a veces no es mala cosa, si el escribidor en cuestión lo que hacía era meter ruido. No es el caso. Estos dos silencios, al sumarse, juntan un eco abrumador, una ausencia irreemplazable, por mucho que este término esté sobado, desgastado y listo para ser reemplazado. Llosa y Burgos eran muy distintos y lo que uno perseguía al leerlos no era estar de acuerdo con ellos. Ni siquiera ser persuadido. Lo que uno buscaba era una mirada, un hallazgo, el talento, la ironía, la buena escritura. Una tesis cautivante o una cachondada, una crítica a algún político inane, ridículo y coyuntural o la simple pero demoledora, e influyente, crítica acerca del resultado de la remodelación de una plaza. Hay escritores de periódicos en los que uno milita. Se les lee con la voracidad que uno agarra las croquetas de jamón a las ocho de la tarde después de no haber comido nada desde el desayuno. En efecto, a veces esas croquetas son malas o nos van a sentar mal. No importa. Somos adictos.

Tal vez, no estoy seguro de nada, ahora se escribe más a favor que a la contra y a lo mejor antaño se daban más hostia. No faltan lectores que confunden la brillantez con dar hostias, lo mismo que hay quien confunde el humor con la banalidad, el culo con las témporas (nunca he sabido que significa esto) o a Vicent Con Savater. Burgos y Llosa, como tantos otros, han sido destinatarios de aquella sentencia de Wenceslao Fernández Flores: “Escribir columnas es muy peligroso, es vender tu cerebro a cucharadas”. Y nosotros los hemos ido degustando, los cerebros, cuchara a cuchara, también sorbito a sorbito. “Me he dejado la vida en los periódicos pero en algún sitio había que dejársela”, dijo el maestro Manuel Alcántara, tal vez el más grande, ya también en el silencio. Maneras de silencio, que diría él. Nos quedan sus libros, de los tres citados y de tantos del panteón columnero; incluso sus libros de columnas y artículos, que pueden hacernos un voluminoso y saludable estruendo en el cerebro. En medio de tanto ruido.