inventario de perplejidades

Abundancia de los obituarios

José Manuel Ponte

José Manuel Ponte

Pasados los 80 años, raro es el día que los medios no nos proporcionan la ocasión de escribir un obituario sobre alguien que conocimos o tratamos personalmente mientras duró su estancia en el mundo. Me refiero, por supuesto, a los muertos que alcanzaron en vida un cierto relieve social tanto por sus buenas obras como por las malas. ya que todas contribuyen a dibujar en pie de igualdad moral la personalidad del recién fallecido o fallecida.

Cualquier suceso que merezca atención de los medios y se asome al abarrotado balcón de la fama, aunque solo sea durante un minuto, se convierte inmediatamente en objeto de seguimiento masivo, quiéralo o no. No es el caso del periodista y escritor sevillano Antonio Burgos, que acaba de fallecer ya cumplidos los 80 años. Buena parte de ellos los dedicó a ser cronista distinguido de su ciudad natal y de su región, que ejerció desde el andalucismo, un movimiento político —y literario— que le hizo ser reconocido como hijo predilecto de Andalucía, hijo adoptivo de Cádiz, pregonero de sus carnavales y de la Semana Santa sevillana y de no se sabe cuantas sociedades radicadas de la Tierra de María Santísima. Pero no todo fueron halagos ya que se ganó la reprobación de colectivos feministas por homófobo.

Esa faceta no se la conocía yo, que en aquel tiempo me alojaba en la residencia Aquinas, regentada por los Dominicos. La entidad, que había recibido un prestigioso premio de arquitectura, estaba situada entre el Teológico Hispano Americano, la Escuela de Ingenieros de Montes, y el Instituto Meteorológico Nacional. Y éramos colindantes con la fronda de la Dehesa de la Villa y unas instalaciones del Canal de Isabel Segunda, un sitio ideal para el estudio aunque algunos de los inquilinos no estábamos totalmente de acuerdo. Los Dominicos habían enviado a la residencia a lo más selecto de su plantilla. Allí dormían el P. Úbeda, cirujano; el P. Artola, historiador; y el P. Gómez Fierro, que entre otras cosas era miembro de la censura cinematográfica franquista. Al P. Gómez Fierro, de los Fierro de toda la vida, le gustaba practicar un cierto sadismo con los residentes a los que invitaba para que viesen por donde había que cortar.

¡Hombre —se lamentaban—, se esta usted cargando lo mejor de la película!

Antonio Burgos , cuya vocación literaria nadie podía discutir, cursaba Filología Románica en la Universidad Complutense. Y ya entonces enviaba colaboraciones a revistas y periódicos de toda España. Entre ellos se contaba el Faro de Vigo, que le valoraba especialmente porque, en su opinión, el periódico que entonces dirigía Manuel Cerezales, el marido de Carmen Laforet, prestigiaba a quienes firmaban en sus páginas.

El Antonio Burgos que yo conocí y trate en la Residencia Aquinas tenía como objetivo principal escribir la gran novela del campo andaluz y nos leía párrafos de la obra que al parecer estaba en sus inicios. Ignoro si le dio remate porque muchos de los escritores españoles gustan de dispersar su talento en artículos y a ponerse de perfil ante el toro de muchas páginas. En aquella residencia que coleccionaba crepúsculos maravillosos sobre un fondo de color rojo intenso (por cierto, aplaudido desde los ventanales orientados hacia Poniente), recuerdo al abogado vigués Carlos Borrás, ya fallecido, al arquitecto asturiano Fernández Rañada, que era mi homólogo, y al médico también asturiano Jaime Martínez, gran aficionado a la ópera.